Los diferentes sentidos en que la santificación es considerada en las Escrituras: como un proceso, como una actitud de consagración, y como un don.
Lecturas: 2 Cor.3:18; Heb.2:11; 10:14; Lv.11:44; 2 Cor.7:1; Rom.6:13;12:1; 1 Cor.1:30; Jn.17:19
Con la intención de evitar la confusión que frecuentemente existe, hasta incluso en la mente de los cristianos más dotados en cuanto a este importante asunto, se hace necesario que hagamos una distinción entre los diferentes sentidos en que la santificación es considerada en las Escrituras. Una de las razones de la perplejidad –nos aventuramos a pensar– está en el hecho de que los diferentes aspectos de la misma verdad son en general confundidos. Debemos, por ejemplo, reconocer claramente la distinción entre tres cosas: la santificación como un proceso, como un acto (o actitud) de consagración, y como un don. Vamos a considerar primeramente el aspecto mejor comprendido, y no aquel que debería ser el primero en relación al tiempo.
La santificación como un proceso
La santificación puede ser considerada como un proceso; esto es, como una obra operada en el alma del creyente por el Espíritu Santo después de la regeneración. El Espíritu Santo es el Autor tanto de la regeneración como de la renovación; pero las dos cosas no son idénticas. Regeneración es la comunicación instantánea de la vida divina al alma. Ella no ocurre gradualmente; ninguno es más o menos regenerado que otro. Pero esta obra de santificación es progresiva.
Aprendemos esto, por ejemplo, a través de pasajes como 2 Corintios 3:18. Nuestra transformación espiritual es allí descrita como todavía siendo realizada: “Somos transformados … en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor”. La transformación aquí descrita es aquella asimilación gradual de Cristo que tiene lugar durante esta vida presente. Se trata de algo más allá de una simple reforma del carácter, porque es efectuada por algo superior a la simple cultura moral o a la disciplina; es la transfiguración.
La naturaleza de la transformación es ejemplificada con la transfiguración del Señor. Ella es operada por un poder divino que opera desde adentro hacia fuera, así como el botón se transforma en flor, las flores en fruto, la bellota en roble, mediante un poder vital que opera interiormente. Esta fuerza no está en el hombre por naturaleza; no es una energía reprimida que sólo necesita ser liberada para producir la transformación; sino que es Dios, el Espíritu, el autor del cambio; es la habitación interior del Espíritu divino que restaura al hombre caído a imagen de Dios.
La santificación, considerada desde este punto de vista, es tenida entonces como un proceso. Esa es también la naturaleza de todo progreso y crecimiento espiritual – una expansión progresiva y gradual de la nueva creación en lo íntimo del creyente.
Queda así demostrado que, en este sentido, nuestra santificación en esta vida jamás puede alcanzar un punto más allá del cual no haya posibilidad de progresar; no se puede decir a este respecto que algún día llegue a completarse. En tanto hubiere espacio para una manifestación más completa de la imagen divina, la obra no puede ser tenida como consumada.
La santificación como actitud
La santificación, sin embargo, puede ser observada desde otro ángulo: como una actitud. Ella puede ser considerada en relación a nuestra propia condición y conducta individual – de un lado, como separación personal de todo pecado conocido; y, de otro, como dedicación a Dios. El pensamiento clave de la santificación es la separación. El hombre se santifica a sí mismo cuando se separa de aquello que es malo e impuro. (Lv. 11:44; 2 Cor.7:1). En este aspecto, la santificación puede ser considerada como un acto personal y definido de consagración a Dios. Después del acto inicial, se forma el hábito o la actitud de rendición; y, en la medida en que se hace progreso, la eficacia de la dedicación a Dios se profundiza y aumenta.
Podemos tomar el término “rendición, entrega” como expresando la idea principal envuelta en esa consagración personal. Coloca delante de nosotros el lado humano de la doctrina de la santidad.
En el capítulo 12 de la epístola a los Romanos, el apóstol ruega a los que ya eran cristianos que presenten “sus cuerpos en sacrificio vivo”. ¿Cuál es el significado de esas palabras? “Presentarse” es “entregarse”. La misma palabra está en el capítulo 6:13,16,19. ¿Qué es, entonces, “entregarse”, “rendirse”? Es dejar de resistir. Esta resistencia es uno de los principales obstáculos en el ejercicio de la fe. Fue justamente eso lo que ocurrió con Jacob en Peniel. “Y luchó con él un varón hasta que rayaba el alba”. ¿Quién enfrentó a Jacob, y a quién él resistió? No fue nada menos que el Ángel del Pacto; el propio Señor colocó la mano sobre Jacob.
Aunque Dios no se hubiese apartado de Jacob, él venía haciendo de manera general su propia voluntad durante su permanencia en Padam-aram. Veinte años antes Jacob tuvo una visión magnífica, en la cual Dios le reveló cómo llegar a Él a través de la oración y la manera cómo Dios bendice al hombre; él vio al Señor en alianza con su pueblo. Aunque Jacob no hubiese comprendido allí en Bet-el más que eso, por lo menos contempló a Dios como su Protector, Proveedor y Guía. Esta visión le llevó a hacer un voto (Gén.28:20-21). Mas, ¿qué sucedió en aquellos veinte años? Él había permanecido con Labán, y allí continuó el mismo estilo de vida que siguiera con su hermano y con su padre – mezquindad y engaño. Dios le enviaría pruebas, y durante esos años contendería con él, trayéndole al recuerdo y a la conciencia la iniquidad de su procedimiento; pero Jacob continuaba el mismo de siempre –el usurpador–; no fue humillado, no fue quebrantado, continuaba con su táctica carnal y su egoísmo.
La crisis viene ahora sobre él. La voluntad de Jacob necesita ser aplastada. En este conflicto, la lucha de Jacob no puede ser confundida con su dependencia. En tanto él luchó –esto es, resistió– el conflicto prosiguió. Pero finalmente la resistencia cesó. (Gén.32:25). Todo poder de resistencia desapareció.
Este pasaje de la historia de Jacob tiene un paralelo en la vida de muchos hijos de Dios. ¡Cuántos pueden contar una crisis semejante en el trato de Dios con ellos!
El poder de resistir –que es obstinación– ha sido aplastado; la fuerza para apegarse (depender) –que es fe– entra entonces en acción. Vemos, pues, a Jacob, en el momento en que su muslo se descolocó, no luchando más, sino dependiendo, no más como un antagonista, sino como un suplicante en actitud de sincera solicitud: “No te dejaré, si no me bendices”.
Fue este el poder por el cual Jacob prevaleció; y es a este acto de aferrarse, de dependencia, como símbolo de fe, que el profeta Oseas se refiere: “Venció al ángel, y prevaleció; lloró, y le rogó” (12:4).
Aprendemos entonces que si queremos aferrarnos con una fe victoriosa, necesitamos primero rendirnos con un espíritu de completa sumisión. Usted no puede aferrarse hasta que haya dejado de resistir.
Entregarse significa también dejar de retener. “Hijo mío, dame tu corazón”. En otras palabras, Dios necesita tener posesión completa, no sólo del espíritu y el alma, sino de todos sus poderes físicos. Entregue a él cada uno de sus miembros. Si consideramos “la condición esencial del hombre como subsistiendo en tres círculos concén-tricos, siendo el de más adentro el espíritu, el interior el alma y el exterior su cuerpo” (Delitzsch), podremos ver cómo se efectúa el progreso en su consagración práctica a Dios. Rendirse es no reservarse nada.
Al observar entonces este aspecto, podemos notar dos cosas de suma importancia. La primera es la condición de la voluntad; la segunda es la actitud de nuestra fe. Pertenecer enteramente al Señor, desistiendo de mi voluntad para que Cristo pueda de aquí en adelante guiarme y hacer planes para mí, actuando sobre mi persona en todos los sentidos – es estar dispuesto a separarse de muchas actitudes y cosas a las cuales nos apegamos tenazmente. Es permitir que él posea por completo mi corazón y allí reine supremo. La voluntad no se rinde enteramente mientras tengamos alguna reserva. No levantamos realmente el ancla si hay una única cuerda sujetando nuestro pequeño barco al fondeadero. Es posible que hayamos soltado muchos cabos que nos sujetaban a la tierra, pero si al menos uno de ellos permanece, estaremos todavía anclados. Aún no pertenecemos enteramente al Señor en el sentido de la consagración práctica.
Supongamos, sin embargo, que esto ha sido hecho, hasta el punto que la luz permite que se perciba, que todo se encuentra dispuesto sobre el altar, presentarse entonces es cuestión de fe.
¿Cuál es su actitud en relación a su fe? En cuanto a la justificación, usted no está más buscando, sino que está en reposo; usted no está más orando ansiosamente a ese respecto, sino que puede alabarlo con gratitud. Esa necesidad fue satisfecha.
¿No podrá Él satisfacer igualmente su necesidad de santificación? Su carencia presente y continua en este particular sólo puede ser sanada mediante una provisión presente repetida. Esta provisión está en Cristo. Aquel que nos ordena pedir, nos ordena también que recibamos. Mantenerse confiado es mostrar receptividad, y cuando somos receptivos descubrimos que nada nos falta, pues Cristo es nuestra santificación. Este es, pues, el aspecto en que vamos a seguir este asunto.
La santificación como un don
En último análisis, la santificación en su más pleno sentido es un don.
Nada es más esencial para habitar en la presencia de Dios que la santidad. El perdón de los pecados no es todo lo que necesitamos. La paz, por sí sola, no basta. Una rectitud perfecta que nos coloca en posición de ser aceptos por Dios no es todo lo que se nos provee en el evangelio. Es preciso que haya semejanza con Dios –conformidad de corazón–, unidad de naturaleza.
Pero, lo que Dios exige, él primero lo suple. Este es uno de los principales aspectos de la gracia: “todas las cosas son de Dios”. Y la gracia caracteriza cada paso en el progreso del creyente. La salvación del pecado sólo es posible por el hecho de no ser dejados a merced de nuestros propios recursos – nuestros méritos, nuestros esfuerzos personales, nuestros antecedentes. Él es el “Dios de toda gracia”. En el momento en que hacemos como si tuviésemos que satisfacer sus exigencias por nosotros mismos, en ese mismo instante estamos abandonando el terreno de la gracia.
La salvación viene por gracia, por ser un don. Todo está incluido en Cristo.
Sabemos ahora que sin santidad nadie puede ver a Dios (Heb.12:14); pero, aun así, creemos que Cristo puede salvar al pecador incluso en el último momento de su existencia terrena. Si consideramos la santidad sólo en el sentido de un proceso o la obra operada en nosotros por el Espíritu Santo, eso creará una dificultad. Puede preguntarse con razón: si es así que sin santidad nadie puede ver a Dios, ¿qué sucede con aquellos que, como el ladrón arrepentido, se acercan a Cristo a última hora? Ellos no tendrán tiempo ni oportunidad para desarrollar la santificación.
Esa dificultad nos lleva a inquirir: ¿Qué dice la Escritura sobre la santificación? Tenemos que admitir que ella se refiere al proceso operado en nosotros por el Espíritu Santo, pero el hecho de que el propio Cristo es hecho santificación y rectitud en nosotros por el Señor, es algo que muchos hijos de Dios no comprenden. Uno de los mayores dones de Dios –asociado a Su “Don inefable”– es la santificación.
Pero ¿qué es la santificación? ¿Cómo Dios nos enseña lo que ella significa? ¿Nos da Él una definición abstracta – una simple descripción verbal? No. Él nos envía a su Hijo; Él coloca delante el ideal de santidad.
Jesús es la concepción de Dios del hombre perfecto. En su vida en la tierra tuvimos delante de nosotros el ideal de santidad divina manifestado y revelado en una naturaleza humana real.
Dios envió a su Hijo, no para ser sólo “el Justo”, que cumpliría toda justicia y satisfaría todas las demandas de su ley justa. Él lo envió para ser “el Santo”, que satisfaría todos los deseos del corazón del Padre, aquel en quien siempre tenía contentamiento. Él fue, por lo tanto, hecho sabiduría de Dios para nosotros, y también justificación y santificación.
Sin embargo, ¿cómo Jesús se hizo santificación para nosotros? Él mismo declara: “Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad” (Jn.17:19), o, para hacer posible la santificación. Él se santifica. Cristo coloca aquí delante de nosotros el aspecto progresivo de su santificación. Él ya fue santificado por el Padre. “Aquel a quien el Padre santificó”, etc., (Jn.10:36). Pero habla ahora de su consagración personal a la voluntad del Padre, que iría a asegurar la santificación de los creyentes.
Aquello que más tarde va a desarrollar en nosotros que tenemos comunión viva con él, lo realiza primero en sí mismo. La santidad de ellos debería ser esencialmente la misma que estaba siendo realizada en su propia persona.
Es importante tener en mente aquí que “santificar no es sinónimo de purificar”. Purificarse a sí mismo implica la idea de que la persona ha sido contaminada; santificarse es simplemente consagrar a Dios las facultades naturales del alma y del cuerpo, en el momento en que éstos pasan a ser ejercidos.
Aquel que desde el principio fue absolutamente santo, se hizo nuestra santidad. Aquel que desde el principio fue absolutamente perfecto se hizo uno perfeccionado. Cristo se hizo él mismo, a través de la prueba y el sufrimiento, aquello que más tarde sería en nosotros, a saber, santificación. La santidad de los creyentes sería el resultado y consecuencia de Su permanencia en ellos.
Aprendemos de esto que, a fin de ser santos, debemos poseer al “Santo”. Es preciso que sea Cristo en nosotros. Sin esa santidad “nadie verá al Señor”. La santidad en el andar fluye a través del Santo. La conformidad a la voluntad de Dios en el procedimiento es el resultado de tener el corazón y la mente conformados a esa voluntad; y esto sólo puede ser alcanzado si aceptamos a Cristo como Señor en nuestro corazón (1ª Ped.3:15).
Aunque este Don sea una posesión presente en el caso de cada creyente, ¡son innumerables los que no comprenden cuánto realmente poseen en Cristo! Una cosa es ser dueño de una propiedad, y otra es saber lo que ella contiene. Una cosa es estar en posesión de la propiedad, y otra es conocer las vastas riquezas que se encuentran bajo su superficie. Es posible que hayamos recibido a Cristo en nuestro corazón, pero que todavía haya mucho por conocer de las riquezas de la gracia y de la gloria depositadas en Él para nuestra vida diaria.
Siendo así, a pesar de que Cristo sea nuestro –nosotros lo tenemos como posesión presente– debemos continuar procurando conocerlo más perfectamente. Él debe ser siempre el objeto de nuestras aspiraciones diarias. “Seguid .. la santidad, sin la cual nadie verá al Señor”. Esto incluye actividad, sinceridad, diligencia, celo. Seguir la pista de algo significa tener ese objeto siempre al frente; sin perderlo de vista. Él permanece en sus pensamientos; se vuelve parte de su propia vida; participa de su práctica; marca su carácter. Aquello que es el objeto de su deseo y la meta de sus energías tendrá una influencia transformadora en su vida.
Esto, sin embargo, es muy diferente de afirmar que nuestra semejanza a Cristo es sólo el resultado de una simple imitación de él. Cristo es nuestra santificación y no un simple patrón. Cristo es nuestra santidad, porque permanece en nosotros, a fin de controlar todo nuestro ser, transfigurar nuestra vida, y hacerse en nosotros el motivo vital de todos nuestros pensamientos, palabras y obras.
Evan H. Hopkins(Extractos del libro “La Ley de la Libertad en la Vida espiritual”)