La recompensa de la generosidad
Cierta vez Spurgeon fue a Bristol para predicar en las tres mayores iglesias bautistas de la ciudad. Esperaba recaudar trescientas libras, que él necesitaba de inmediato para su Orfanato. Consiguió el dinero. En el momento de acostarse en la última noche de su visita, oyó una voz, la cual, para él, era la voz del Señor, diciendo: “Da esas trescientas libras a George Müller”. “Pero, Señor –respondió Spurgeon– yo necesito de ellas para mis queridos niños en Londres”. Otra vez vino la palabra: “Da esas trescientas libras a George Müller.” Y sólo cuando él dijo: “Sí, Señor, lo haré”, que le vino el sueño. A la mañana siguiente, se dirigió a los Orfanatos de Müller, y encontró a George Müller arrodillado ante una Biblia abierta, orando. El famoso predicador colocó la mano en su hombro y le dijo: “George, el Señor me mandó entregarle estas trescientas libras”. “Oh, apreciado Spurgeon – dijo Müller – tengo pedido al Señor esa exacta cantidad”. Y aquellos dos hombres de oración, se regocijaron juntos. Spurgeon volvió a Londres. Sobre su escritorio una carta lo esperaba; la abrió: contenía trescientas guineas. “Ahí está –exclamó con alegría– el Señor me devolvió mis trescientas libras con un interés de trescientos chelines.” Nota: La libra equivalía a 20 chelines, en cambio, la guinea, a 21 chelines.
À Maturidade, Nº 9, 1981.
Un ángel al órgano
El hermano Andrés, en su libro El contrabandista de Dios, cuenta acerca de Bastián, el mayor de todos sus hermanos, que jamás aprendió a hablar, ni a vestirse por sí solo. Pasaba todo el día sentado bajo un gran árbol, viendo pasar a la gente del pueblo. Sin embargo, tenía un talento extraordinario. El padre solía tocar por las noches su pequeño y destartalado órgano de manubrio, mientras la familia le acompañaba con el canto de conocidos himnos. Bastián no podía cantar, pero se acurrucaba, embelesado, debajo del teclado, apretujándose contra la pedalera, sintiendo cada sonido en la vibrante madera. De pronto, se ponía de pie, y hacía gestos a su padre para que le dejara el lugar.Entonces se acomodaba, hacía las veces que leía en el Himnario (aunque casi siempre le quedaba al revés), y, desde el primero hasta el último, tocaba todos los himnos que su padre había tocado, pero no como él, cometiendo un error tras otro, sino a la perfección, con un algo maravilloso, que la gente que pasaba por la calle se paraba a escuchar. En las noches de verano, cuando dejaban la puerta abierta, se juntaba un grupo afuera y a muchos de ellos se les caían las lágrimas, porque cuando Bastián tocaba, era como si un ángel se hubiera sentado al órgano.
El Hermano Andrés, en El contrabandista de Dios.
Como una bandeja de oro
Cuando estuve en Australia a menudo escuchaba historias de una mujer lisiada, pero nunca creí que aquellas historias pudieran ser ciertas. Un día fui a consolarla, pero antes que estuviera diez minutos en su pieza, me di cuenta que era yo quien estaba siendo enseñado, quebrantado, y disuelto en un caudal de emociones. Cuando ella tenía dieciocho años, fue afectada por una terrible enfermedad y el doctor le dijo que para salvar su vida le tenía que amputar el pie. Ambos pies fueron amputados. La enfermedad se extendió por todo el cuerpo y fue necesario amputarle las piernas hasta las rodillas. Sin embargo, la enfermedad siguió ramificándose, por lo cual hubo que amputar hasta el tronco. Después, comprometió ambos brazos. Cuando vi a esta mujer –la señora Higgins– todo lo que le quedaba era su torso. Quince años había estado así. Fui a ella para confortarla, pero no se me ocurría qué decir. Me encontré con una habitación cuyas murallas estaban empapeladas con textos radiantes, hablando de alegría, paz y poder. Postrada en su cama, un día se preguntó qué podía hacer; ella, una mujer lisiada, sin miembros en su cuerpo. Después de una inspiración, le pidió a un carpintero amigo que le pusiera una tabla en su hombro con una lapicera en el extremo; y empezó a escribir cartas. Hay que recordar que cuando se escribe se usa todo el brazo. Al no tener extremidades, ella debía escribir usando todo su cuerpo. Puede haber calígrafos muy buenos en este lugar, pero objetaré a cualquiera que diga que hay otra mujer que pueda escribir una carta con la mitad de belleza caligráfica que tenía la carta que escribió aquella mujer lisiada en mi presencia. Era como una bandeja de oro. Ella había recibido unas 1500 misivas de personas que habían sido llevadas a Cristo mediante las cartas que había escrito de esa forma en aquella habitación. Entonces le dije: “¿Cómo lo hace?”. Sonrió y respondió: “Bueno, usted sabe, Jesús dijo que ‘de aquellos que crean en Él fluirían ríos de agua viva’, y yo le creí. Eso fue todo”.
Testimonio anónimo de un ministro.
¿Cómo lo hizo?
“Oh”, dice un hombre, “cuéntame acerca de este asunto: explícame como funciona la salvación, cuéntame acerca de la gota de rocío, cómo el rayo y el trueno descansan en ella.” – “No se pueden analizar las gotas de rocío, pero el Dios Padre puede. Dime cómo Él besa la pequeña porción de tierra en tu jardín y hace que las rosas florezcan. Dime cómo vino a mi tienda gitana cuando en ella no había ninguna Biblia, antes que yo pudiera siquiera decir mi nombre, antes que yo haya escuchado siquiera de Él. Dime cómo pudo ganar a mi padre, siendo tan duro y bruto, bebedor, blasfemador, y salvaje como león. Dime cómo Dios en Cristo lo ganó a él y también a sus hijos, y nos salvó a todos, e hizo que estos ojos, estos ojos interiores de mi vida, lo vieran y lo conocieran a Él como Salvador. Por favor, dime, ¿cómo lo hizo? Y no lo sé, pero sé que lo hizo, ¡y esa es una prueba suficiente para probar la realidad de ello!”.
Gitano “Gipsy” Smith.