Construyendo puentes

Cierta vez, dos hermanos que vivían en granjas vecinas, separadas apenas por un río, entraron en conflicto. Fue la primera gran desavenencia de su vida.

Durante años ellos trabajaron en sus granjas y al final de cada día, podían atravesar el río y disfrutar uno de la compañía del otro. A pesar del cansancio, hacían la caminata con placer, pues se amaban. Pero ahora todo había cambiado.

Lo que comenzara con un pequeño mal entendido finalmente explotó en un cambio de ásperas palabras, seguidas por semanas de total silencio. Una mañana, el hermano más viejo sintió que golpeaban su puerta. Cuando abrió, vio un hombre con una caja de herramientas de carpintero en la mano.

— Estoy buscando trabajo – dijo– Quizá usted tenga un pequeño servicio que yo pueda hacer.

— Sí –dijo el granjero–, claro que tengo trabajo para usted. ¿Ve aquella granja al otro lado del río? Es de mi vecino … No; en realidad es de mi hermano más joven. Nos peleamos y no puedo soportarlo más. ¿Ve aquella pila de madera cerca del granero? Quiero que usted construya una cerca bien alta a lo largo del río para que yo no precise verlo más.

— Creo que entiendo la situación – dijo el carpintero. Muéstreme dónde están las palas, que ciertamente haré un trabajo que lo dejará a usted satisfecho.

Como necesitaba ir a la ciudad, ayudó al carpintero a encontrar el material, y partió.

El hombre trabajó arduamente durante todo aquel día. Ya anochecía cuando terminó su obra. El granjero regresó de su viaje y sus ojos no podían creer lo que veían. ¡No había ningún cerco! En vez de cerco había un puente que unía las dos márgenes del río. Era realmente un bello trabajo, pero el granjero estaba furioso, y le dijo:

— Usted fue muy atrevido en construir ese puente después de todo lo que yo le conté.

Sin embargo, las sorpresas no habían terminado. Al mirar nuevamente para el puente, vio a su hermano que se acercaba del otro margen, corriendo con los brazos abiertos. Por un instante permaneció inmóvil. Pero de repente, en un impulso, corrió en dirección del otro lado, y ellos se abrazaron en medio del puente.

El carpintero estaba partiendo con su caja de herramientas cuando el hermano que lo contrató le dijo, emocionado:

– ¡Espere! quédese con nosotros por algunos días.

El carpintero respondió:

— Me encantaría quedarme, pero desgraciadamente tengo muchos otros puentes que construir.

Juan Coronado Flores

Un remedio eficaz

Una señora que sufría frecuentes y penosas crisis de depresión decidió consultar a un afamado médico. Éste la interrogó largamente, observándola con atención y reflexionando sobre cada una de sus respuestas. Finalmente, no le recetó ninguna medicina, pero le dijo: -Señora, vuelva a su casa y desde esta noche, todos los días, lea su Biblia durante una hora. Siga este tratamiento por un mes, luego vuelva a verme.

La consultante salió sin decir una palabra, pero pensando para sus adentros: «Él se burla de mí; yo no vine a ver a un sacerdote sino a un médico».

No obstante, esa noche buscó su Biblia, diciéndose: «Al fin y al cabo no me cuesta nada. Voy a probar esta terapéutica». Entonces comenzó a leer, noche tras noche, sintiendo también la necesidad de orar; poco a poco, una feliz serenidad se apoderó de ella, ahuyentando su tristeza y su melancolía.

Cuando volvió a ver al médico, éste le dijo: -¡Oh, señora! Me basta verla para darme cuenta de que usted está mejor. Y eso no me sorprende, porque le ordené el tratamiento médico que yo mismo sigo.

Sobre su escritorio se hallaba una Biblia muy gastada. Tomándola, exclamó: -¡Mire este libro! Lo leo antes de visitar a mis enfermos y nunca me pongo a trabajar aquí, en este consultorio sin antes consultarlo. No me agradezca mis consejos, más bien dé gracias a Dios y, sobre todo… siga con el mismo tratamiento.

 © Editorial La Buena Semilla

¿Dónde te refugias?

Con el rifle acunado en el hueco de sus brazos, el cazador iba por un antiguo camino de leñadores casi borrado por la exuberante espesura. De pronto, oyó un ruido entre los arbustos. Antes de que tuviera oportunidad de levantar el rifle, un bultito castaño y blanco corrió hacia él a toda velocidad. Todo sucedió tan rápido, que apenas tuvo tiempo de pensar. Miró hacia abajo y allí estaba un conejito castaño, muy agotado, acurrucado entre sus botas. La ‘cosita’ temblaba como una hoja, pero no se movía.

Esto era sumamente raro. Los conejos silvestres tienen miedo de la gente, y no vienen a echarse a los pies de un hombre. Mientras trataba de encontrarle explicación a aquello, otro actor entró en escena: Poco más abajo una comadreja saltó al camino. Cuando vio al cazador (y a su presa sentada a sus pies), quedó congelada, el hocico jadeante, los ojos con un brillo rojo.

El cazador se dio cuenta que había irrumpido en medio de un pequeño drama de vida y muerte en el bosque. El conejito, exhausto por la persecución, estaba a sólo minutos de la muerte. El cazador era su última esperanza de refugio. Olvidando su natural recelo y miedo, el animalito instintivamente se había apegado a él buscando protección de los afilados dientes de su enemigo.

El cazador no decepcionó a su pequeño amigo: alzó su rifle y disparó al suelo justo debajo de la comadreja. El animal saltó en el aire y salió disparado hacia el bosque.

Durante un rato el conejito no se movió. Siguió echadito allí, acurrucado entre los pies del hombre, mientras la tarde caía poco a poco.

— ¡Qué susto, chiquitín! Parece que esta vez te libraste – le dijo, acariciando delicadamente su lomo.

Pronto el conejito se fue saltando, feliz, hacia el bosque.

Y tú, amigo, ¿a dónde corres en momentos de necesidad, cuando tu enemigo busca cazar tu alma? ¿Te vuelves a tu protector, Aquel que está con los brazos abiertos, esperando porque vuelvas y te refugies con seguridad en Él?

Kay Arthur, en Selah.com.ar (adaptado).