Los más peligrosos pandilleros de Nueva York, transformados por el amor y el poder de Dios.
David Wilkerson decidió iniciar su “aventura” en Fort Greene, Nueva York, el reducto de las dos pandillas más prominentes de la ciudad: los Capellanes, formada por muchachos de color, y los Mau Mau, por portorriqueños.
En los últimos meses (corría el año 1958), Wilkerson había sentido claramente la guianza del Espíritu Santo para trabajar entre estos jóvenes marginados, y ahora sentía que era el momento de comenzar.
En la guarida del lobo
Aquella mañana de viernes se hizo acompañar por un amigo suyo que tocaba la trompeta, Jaime Stahl. Wilkerson le dijo a Jaime que se instalara cerca de un farol y comenzara a tocar “Firmes y adelante”, ahí en plena calle.
Los sones marciales se oyeron una y otra vez. Las ventanas de los departamentos cercanos se abrieron y la gente asomó la cabeza. Los niños comenzaron a salir como hormigas de los edificios. A continuación comenzaron a llegar los muchachos. Todos parecían vestir uniformes, con chaquetas, pantalones y sombreros que los identificaban.
En poco rato se habían congregado una multitud de unos cien muchachos y chicas. Remolineaban gritándose entre sí, y gritando a los predicadores obscenidades mezcladas con rechiflas.
Wilkerson se subió al pedestal de un poste de alumbrado y comenzó a hablar. Pero el alboroto aumentó. Jaime, a su lado, meneaba la cabeza, desolado. En ese momento llegó un automóvil de la policía. Los policías se bajaron y comenzaron a abrirse paso, dispersando la multitud.
— Bájense de ahí – le dijo uno de los policías a Wilkerson — ¿Qué está tratando de hacer? ¿Provocar un desorden?
— Estoy predicando.
—Bueno, usted no va a predicar aquí. Tenemos bastantes problemas en este vecindario y no queremos correr el riesgo de un amotinamiento.
Los muchachos y las chicas intervinieron. Expresaron a gritos que la policía no les podía impedir que predicasen. “Iba en contra de la Constitución”. Sin embargo, la policía igualmente llevó al predicador y a su trompetista a empellones hacia el coche policial.
Ya en la comisaría, Wilkerson habló:
— Permítanme preguntarles algo: ¿No tengo derecho como ciudadano de hablar en una calle pública?
— Lo puede hacer – admitió el policía – si habla al amparo de la bandera nacional.
Media hora después el trompetista comenzó a tocar de nuevo “Firmes y adelante” en el mismo lugar. Pero esta vez tenía una bandera nacional a sus espaldas, y el predicador estaba instalado sobre un taburete de piano.
Las ventanas de volvieron a abrir, los niños volvieron a salir, y los muchachos y las chicas volvieron para gritar y rechiflar. La única diferencia era que ahora los predicadores eran héroes, porque se habían visto confrontados con el brazo de la ley. Sin embargo, su comportamiento no mejoró. De nuevo Wilkerson trató de hablar por encima del tumulto, pero nadie le escuchaba. Una pareja de jóvenes comenzó a bailar con movimientos insinuantes y otros les imitaron.
Casi desesperado, inclinó la cabeza y oró:
— Señor, no puedo ni aun conseguir que me atiendan. Si tú haces una obra aquí te tengo que elevar una petición aun por esto.
Mientras él aún oraba comenzó el cambio. Primero se tranquilizaron los pequeños. Después los muchachos se quitaron el sombrero. Wilkerson quedó tan sorprendido por el repentino silencio que no hallaba qué decir.
Finalmente habló de Juan 3:16. Les dijo que Dios los amaba tal como eran, que Dios sabía lo que eran. Que conocía el odio y la ira que albergaban en su corazón. Que sabía que algunos de ellos habían cometido crímenes. Pero que Dios veía también lo que iban a ser en el futuro, y no solamente lo que habían sido en el pasado.
Cuando Wilkerson terminó, un silencio pesado se produjo en toda la calle. Luego agregó que iba a pedir un milagro: que sus vidas fueran cambiadas por completo. Inclinó la cabeza de nuevo y oró que el Espíritu Santo realizara su labor. Luego preguntó si alguien quería pasar al frente para hablar con él.
Nadie respondió. Era una situación embarazosa. Entonces agregó, casi sin darse cuenta:
— Muy bien. Me han dicho que ustedes tienen un par de pandillas muy valientes aquí. Quiero hablar con los jefes. Si ustedes son tan grandes y tan fuertes, no tendrán temor de venir y estrechar la mano a un predicador flaco.
Primero los Capellanes
Durante un minuto nadie se movió. Luego, desde el fondo, alguien gritó:
— ¿Qué pasa, Buckboard? ¿Le tienes miedo?
Lentamente un muchacho de color, de imponente estatura, dejó el lugar detrás de la multitud y comenzó a avanzar. Luego, un segundo muchacho le siguió. Al pasar se les plegaron dos muchachos más.
El grandote avanzó hasta Wilkerson y le dijo:
— Deslíceme un poco de piel, predicador. Yo soy Buckboard, presidente de los Capellanes .
Lo quedó mirando con curiosidad durante largos segundos, y agregó:
— Usted es un hombre bueno, predicador. Me entusiasma.
Luego le presentó a su vicepresidente, Stagecoach, y a sus dos lugartenientes.
Wilkerson no sabía qué debía hacer ahora. El corazón le latía con violencia. Le hizo señas a Jaime y caminaron con los cuatro muchachos unos metros, separándose de la multitud. Les dijo que el Espíritu Santo estaba procurando penetrar a través de su orgullo, su arrogancia y su satisfacción de sí mismos. Que todo eso era simplemente una caparazón para ocultar el verdadero muchacho solitario y asustado que eran ellos.
— Hombre, ¿qué tenemos que hacer?
En un templo, Wilkerson podía haberle pedido a esos muchachos que vinieran al altar y se arrodillaran allí. Pero ¿cómo podría pedirle a cualquiera que hiciera eso en una calle pública, frente a sus amigos? “Y sin embargo –pensó– quizá sea un paso intrépido y decisivo como ése lo que se necesita aquí”.
¿Qué tienen que hacer? – les dijo —. Sencillamente, quiero que se arrodillen aquí en la calle y le pidan al Espíritu Santo que entre en sus corazones para que se conviertan en un hombre nuevo.
Se produjo una larga pausa. La multitud esperaba, atenta. Finalmente, Stagecoach dijo, con una voz ronca:
— Buckboard, ¿quieres ir? Si lo haces, yo también lo haré.
Y ante la sorpresa de Wilkerson, esos dos jefes de una de las más temibles pandillas pendencieras de todo Nueva York cayeron lentamente de rodillas. Sus ayudantes les acompañaron. Dos de ellos que habían estado fumando, arrojaron el cigarrillo.
— Señor Jesús – dijo Wilkerson – aquí tienes a cuatro de tus hijos, haciendo algo que les es muy, muy difícil. Están arrodillados aquí ante todos los demás pidiéndote que entres en sus corazones y los renueves. Quieren que tú quites de ellos el odio, el deseo de reñir y la soledad. Quieren saber por primera vez en su vida que son amados en realidad. Te piden esto de ti y tú no los desilusionarás. Amén.
Buckboard y Stagecoach se pusieron de pie. Los dos lugartenientes los siguieron. No levantaron la cabeza. Luego, se dieron vuelta y comenzaron a avanzar por entre la multitud. Alguien gritó:
— Eh, Buckboard, ¿cómo se siente uno cuando acepta la religión?
Buckboard les dijo que se callaran la boca, en un tono que no admitía réplica.
Luego los Mau Mau
Después que los Capellanes se retiraron, la multitud comenzó a llamar a los cabecillas de los Mau Mau.
— ¡Israel! ¡Nicky! Les toca el turno a ustedes. A ver, esos negros no tenían miedo. ¿van a acobardarse ustedes?
La gritería los urgía a avanzar, así que avanzaron. Israel, el presidente de la pandilla, extendió la mano y estrechó la de Wilkerson como un caballero.
Wilkerson miró a Nicky, y vio el rostro de expresión más dura que jamás había visto.
— ¿Cómo te va, Nicky? – le dijo. Pero Nicky le dejó con la mano estirada.
— Váyase al infierno, predicador – le dijo con voz tensa y tartamudeante.
— No tienes un concepto muy alto de mí, Nicky –le contestó Wilkerson–; pero mis sentimientos hacia ti son distintos. Yo te amo mucho, Nicky.
Y dio un paso hacia él.
— Si se me acerca, predicador, lo mato.
— Podrías hacerlo. Podrías cortarme en mil pedazos y arrojarlos en la calle, y con cada pedazo de mi ser te amaría.
Esas palabras habrían de repiquetear incesantemente en el corazón de Nicky Cruz en los próximos días.
Cuando se alejaron ese día de Fort Greene, Wilker-son y su acompañante no podían dejar de pensar que los muchachos se estaban divirtiendo a costa de ellos. Pero la realidad era muy diferente.
Los frutos
Al poco tiempo, Israel, Nicky y otros pandilleros se entregaron al Señor en una concentración realizada en un estadio para todas las pandillas de Nueva York.
Seis meses después, Wilkerson volvió a recorrer las calles de Fort Greene. Al pasar por el sitio donde había estado predicando vio venir a dos soldados de color, de gallarda apariencia, que se le aproximaban corriendo. Vestían uniformes pulcros, recién planchados y zapatos relucientes. ¡Eran Buckboard y Stagecoach! Wilkerson apenas los había reconocido, porque estaban mucho más gordos.
— Nos vemos bien, ¿eh David?
Le contaron que les iba muy bien, y que habían abandonado la pandilla después de aquella reunión al aire libre y que nunca más volvieron.
— En realidad, predicador –dijo Stagecoach– la pandilla de los Capellanes se desbandó por el resto del verano. Nadie se sentía con ganas de pelear.
Wilkerson prosiguió su recorrido. Un poco más adelante tuvo una sorpresa aun mayor. Le preguntó a un muchacho hispano si conocía el paradero de Israel y de Nicky, de los Mau Mau.
El muchacho lo miró con extrañeza.
— ¿Se refiere a los pandilleros que se volvieron santos?
El corazón de Wilkerson saltó de alegría.
—Nicky está loco – agregó el muchacho – Va a ser uno de esos predicadores chiflados.
— ¿Te entendí bien? ¿Nicky quiere ser predicador?
— Eso es lo que dice.
Ese mismo día Wilkerson vio a Nicky por primera vez después de lo del Saint Nicholas. Estaba sentado en la escalinata de un departamento, conversando con otro muchacho.
— ¡Nicky!
Nicky se dio vuelta y Wilkerson pudo contemplar asombrado una cara que no conocía. Aquel exterior de aspecto duro y defensivo del pasado se había transformado en una expresión franca y amable. Nicky Cruz era otro hombre.
(Adaptado de “La cruz y el puñal” de David Wilkerson).