En la actual encrucijada del mundo, la voz de Dios parece transformarse en un grito desgarrador de advertencia.
A causa de los trágicos hechos acaecidos en Nueva York y Washington en el pasado mes de septiembre, en el corazón de todo el mundo occidental se ha levantado una fuerte ola de dolor y de empatía con el pueblo norteamericano.
Como hijos de Dios, desde este rincón de Sudamérica, nos hemos unido espontáneamente a ese dolor en el momento mismo de la tragedia, y nos unimos ahora más reposadamente desde esta tribuna al duelo que envuelve a esa gran nación, que tristemente cuenta y llora a sus muertos.
Como hijos de Dios, nos duele también la suerte de nuestros hermanos que partieron tan abrupta y dolorosamente, lejos del abrazo familiar, y del consuelo de una última palabra de fe. Pero nos duele todavía más la suerte de los muchos que partieron sin estar a cuentas con Dios, que se fueron antes de poder hacer reposar su cabeza en el seno del Padre amante que nos dio a su Hijo para nuestra salvación eterna.
Por unos y otros, y por quienes quedan sufriendo las secuelas de un hecho tan demencial, nos dolemos. Por estos últimos hemos orado y seguiremos orando, a fin de que el dulce consuelo de Aquel que de verdad sabe consolar, enjugue sus lágrimas y les dé fuerzas para vivir el resto de sus días con provecho.
Pero quisiéramos aquí reflexionar brevemente –aunque casi al filo de la importunidad– acerca de los sucesos acaecidos y aventurar algunas reflexiones acerca de la suerte del mundo que nos queda por vivir.
Una lección de hermandad
Una de las cosas que más ha impactado a todos es el reforzamiento de los lazos de hermandad y cooperación entre los hombres y las naciones.
Millones de flores se han depositado en el mundo entero en memoria de los caídos, millones de oraciones se han elevado a favor de los que sufren, millones de manos y de brazos se han estrechado en un gesto de buena voluntad. Muchas lágrimas se han derramado, no sólo entre los más cercanos, sino también a la distancia, en lugares donde nadie puede ver. Decenas de países en otro tiempo enemigos, han alzado su voz para solidarizar y para unirse al repudio por las acciones de sangre.
Estadistas otrora enemigos han hecho gestos de buena voluntad y han ofrecido su ayuda (¿No hemos viso a Yasser Arafat repudiando públicamente el atentado y, después, donando sangre para las víctimas?).
Todo esto es, sin duda, una gran ganancia para un mundo no acostumbrado a las muestras de solidaridad y gestos de buena voluntad. Hemos visto cómo un país como Estados Unidos, acostumbrado a exigir adhesión a sus demandas más que a ceder, un país acostumbrado a no necesitar mucho de otros, ha bajado su cerviz para recibir el abrazo fraterno y la bendición de otros, aun de los más pequeños del orbe.
Esta es una importante enseñanza que nos deja el dolor.
Un país se vuelca a Dios
El dolor trae consigo, además, otras ventajas. El dolor nos hace más maduros.
Un hombre (y una nación) que no han sufrido, que no ha tenido que soportar la punzada de la herida aleve, no es un hombre (ni una nación) maduro. Es incapaz de amar generosamente, y de sentir como en su misma carne el dolor ajeno.
La pérdida de la confianza en sus propios medios, y la pérdida de la seguridad no es una pérdida que deba necesariamente lamentarse. Por supuesto, a nadie le gusta vivir en la desconfianza y la inseguridad. Sin embargo, de la pérdida de estos valores puede derivarse una gran ganancia.
Un hombre confiado en sí mismo, y seguro de sus capacidades no es un hombre al que Dios tenga fácil acceso. Las puertas de su corazón están cerradas para él, como para los demás hombres.
De manera que un corazón sobresaltado, aunque sea un caso patológico desde el punto de vista científico, es un corazón con las puertas abiertas para la sabiduría, porque el principio de la sabiduría es el temor de Dios.
En los días pasados hemos visto cómo una nación entera, desde sus máximas autoridades, se reunía a orar y a escuchar el mensaje de su principal figura religiosa diciendo a todo el país: “Necesitamos a Dios”. Los hemos sentido confluir en todo lo ancho y largo de esa gran nación hacia sus centros de reunión, y aun en las mismas instituciones públicas, para orar con contrición, y hemos sabido del silencio respetuoso de quienes en otros momentos se oponían a ello en forma vocinglera.
Hemos visto también al Presidente de esa nación y a los cristianos de verdad llamar con decisión a mantener la serenidad y a frenar los actos de fanatismo, racismo y violencia que se han suscitado en contra de sectores erróneamente asociados con el terrorismo. Hemos sabido también que uno de sus principales periódicos ha comenzado a incluir en sus páginas peticiones de oración y testimonios acerca de la eficacia de la oración para enfrentar los momentos de crisis.
En otro tiempo miles de misioneros norteamericanos salieron por el mundo llevando las buenas nuevas del evangelio de Jesucristo. Muchos rincones del planeta –entre ellos, Chile– fueron bendecidos por su preciosa y paciente siembra. ¡Gracias a Dios por ello!
Hoy, en el día de la adversidad, deseamos que Dios les asista y, sobre todo, deseamos que Estados Unidos se vuelva a Dios, y que su vuelco sea definitivo.
Un grito de Dios
El piadoso escritor cristiano C.S. Lewis escribió: “Dios nos susurra en nuestros placeres, nos habla en nuestra conciencia, pero nos grita en nuestros dolores.”
La idea de Dios susurrándonos, hablándonos y gritándonos no es en nuestros días una idea muy aceptada. Es más bien una imagen mística, casi medieval, propia de gente fanática. Sin embargo, esta frase la escribió quien fuera uno de los más eminentes catedráticos de Cambridge y Oxford del siglo XX.
Los que tenemos el privilegio de conocer a Dios podemos percibir –según el decir de Lewis– que Dios le está gritando a Estados Unidos y al mundo occidental hoy a través de este dolor.
Los israelitas en los tiempos bíblicos tenían a los profetas que les gritaban mensajes de Dios desde los montículos en los campos, desde las esquinas de las plazas, o en los portales del templo. Los israelitas podían aceptar o rechazar el mensaje que Dios les enviaba, pero Dios había hecho oír su voz a través de sus profetas. Sus profetas daban testimonio de que Dios había enviado su palabra, y que su cumplimiento se apresuraba a venir.
Hoy, Dios ya no tiene esos profetas. Los tiene, pero no de esos que se paran a gritar en las calles los gritos de Dios por los pecados de la nación. Los profetas de Dios que llaman al arrepentimiento no son oídos hoy en día. Ellos no tienen espacio en los medios de comunicación, porque no son agradables de oír, y porque echan a perder los ‘shows’ de la televisión. Los que sí son escuchados son los que dan, más bien, falsos mensajes de paz a un mundo que no conoce la paz.
Entonces, Dios tiene que hacerse oír de una manera extrema y dolorosa. Los susurros y la voz delicada de Dios no se pueden oír en el tráfago de las grandes urbes, en el ir y venir de las transacciones, y en el bullicio de las bocinas en las grandes avenidas.
Entonces, tiene que venir una gran detonación, que es como el grito de Dios.
El clamor por la justicia
En la hora de afrenta y dolor, el alma humana clama por justicia. Como le parece que sus demandas son legítimas siente que nadie las puede sofocar. Entonces su voz se oye insistente en los tribunales (de este mundo y del otro) para que el juez proceda a su favor.
Sin embargo, un hombre (o una nación) que ha aprendido algo de parte de Dios, debe, lo primero, encerrarse a solas con Dios y buscar allí el consuelo y luego una explicación. Recién, después de haberlos recibido, podrá ir tras la justicia (si cabe) con más sabiduría, con menos virulencia, con más ponderación, con un sentido mayor de su propia responsabilidad.
Si nos apresuramos, en nuestro dolor, a buscar la reparación que merece la ofensa infligida, no nos quedará tiempo para obtener la lección que Dios nos quiere enseñar.
Un mundo inseguro
Para la generalidad de los hombres, el mundo antes del 11 de septiembre de 2001 era seguro y estable; pero después del 11, ya no es tan seguro ni estable. Esta es, sin duda, una apreciación muy práctica y real, derivada enteramente de los hechos acaecidos.
Pero, ¿de verdad el mundo ha cambiado tan abruptamente? Para los cristianos fieles no hay tal cosa como un cambio tan abrupto. En verdad, el mundo no ha cambiado. Siempre ha sido y será inseguro e inestable. Ellos saben lo que Dios ha dicho: “El mundo entero está bajo el maligno”; y lo que Cristo dijo: “En el mundo tendréis aflicción.” Pero ellos también saben lo que Cristo agregó a esas palabras: “Pero confiad, yo he vencido al mundo.” (Juan 16:33).
El mundo sigue siendo igualmente engañoso, igualmente precario e inseguro. El hombre tampoco es más frágil hoy que ayer. Siempre fue igualmente frágil e inconsistente, sólo que no lo sabía como lo sabe hoy.
Ahora ha quedado en evidencia una situación que ya era, pero que no conocía; sus ojos han sido alumbrados mediante el dolor de la tragedia. De manera que en medio de la pérdida hay otra ganancia: hoy se conoce (o debiera conocerse) el hombre un poco más, y está (o debiera estar) en mejores condiciones de actuar en consecuencia.
Ahora está en condiciones inmejorables para apoyarse en Dios y para buscar refugio en Dios.
El mundo no se volverá más seguro con la creación de armas más letales y con la aplicación de más medidas de inteligencia, de mayor y mejor contraespionaje. El mundo no se volverá más seguro por la vía de las armas.
Los mayores peligros del mundo occidental hoy son espirituales. Es lo que en la Biblia se denomina “misterio de la iniquidad” el cual avanza y se agranda en la medida que el Cristo de Dios es rechazado. Los más enconados enemigos del mundo occidental hoy son verdaderos monjes modernos poseídos por espíritus suicidas, son apóstoles de la muerte contra los cuales no valen armas de guerra. Sus armas son invencibles (¿quién puede contra uno que no teme morir?) y sus ataques pueden aparecer en cualquier momento y lugar.
Ellos sólo pueden ser neutralizados por un poder espiritual mayor –el de Cristo– y sus embates sólo pueden ser resistidos por quienes se han cobijado en Aquél que es “Escondedero contra el viento y Refugio contra el turbión.” (Isaías 32:2).
Hay que esconderse en Dios
Seguramente, Estados Unidos volverá otra vez a retomar su ritmo de vida; pretenderá levantar su ánimo alicaído, y el mundo occidental se repondrá de este dolor. Posiblemente, la humanidad logre crear nuevas condiciones para la paz y la seguridad.
Pero ellas no lograrán ofrecer ni una paz ni una seguridad permanente. “Cuando digan: Paz y seguridad, entonces vendrá sobre ellos destrucción repentina, como los dolores a la mujer encinta, y no escaparán.” (1ª Tes.5:3).
Este es día para esconderse en Dios. Sabemos que para esconderse en Dios es preciso hallar a Cristo. Sólo así tiene cumplimiento la palabra inspirada que dice: “Vuestra vida está escondida con Cristo en Dios.” (Col.3:3). Lamentablemente, Cristo es muy poco conocido hoy. Aunque en Estados Unidos sea el personaje más popular en estos días, el “héroe” más aclamado, es todavía sistemática-mente ignorado y rechazado. El verdadero Cristo es un perfecto desconocido.
¡Ay! ¡Quién le diera a esta generación oídos para oír a Dios y ojos ungidos para verlo!
Oramos para que en esta hora de tristeza y reflexión, nuestros oídos puedan oír lo que Dios nos está diciendo, y nuestro corazón se vuelque a Dios en busca de consuelo y refugio para las negras horas que se avecinan.