¿Hacia dónde nos lleva la pista en la búsqueda del causante de nuestras desgracias?
Tenemos que partir, en nuestra exposición, de un hecho indesmentible y absoluto: Dios es soberano, y nada escapa a su control. Todo lo que acontece entre los hijos de los hombres es permitido por su mano poderosa.
Ningún mal nos puede sobrevenir ni plaga puede tocar nuestra morada si hemos puesto nuestra esperanza en Dios y al Altísimo por nuestra habitación (Salmo 91:9-10). Sea el bien que nos suceda y la desgracia de que nos libramos, Dios está allí. O sea el bien que no nos sucedió o la desgracia que nos aconteció, Dios también está allí.
Para comprobar lo que decimos veremos tres casos de las Escrituras: lo acontecido a Salomón, y lo sucedido a los reinos de Israel y Judá.
Salomón
Según podemos apreciar en las Escrituras, la vida de Salomón está llena de grandeza y honores, porque, en su juventud, supo escoger el camino de la sabiduría. Como recompensa, Dios le colmó de bienes, le dio paz en todo su reino, y pudo extender sus dominios más allá que todos sus antecesores. Salomón llegó a exceder a todos los reyes de la tierra en riquezas y en sabiduría, tal como Dios le había dicho. (2 Crón.9:22-28).
¿Quién después de él ha tenido tal gloria? La descripción de su reino, de sus riquezas, y de su fausto llega a asombrar a los propios escritores sagrados. Sin embargo, en los días postreros de su vida, hay algunos hechos que ensom-brecen su gloria. De pronto, y extrañamente, surgen enemigos que amenazan la paz de su reino. Veámoslo en 1 Reyes capítulo 11:14 al 40.
Los enemigos de Salomón
Uno de ellos fue Hadad edomita. Este había sobrevivido a una matanza que Joab, general del ejército de David, padre de Salomón, había hecho entre los edomitas, cuando había exterminado a todos los varones de su pueblo.
El príncipe Hadad, junto a unos pocos, había logrado escapar hasta Egipto. Allí Hadad fue acogido por el Faraón, quien le dio a una cuñada suya por esposa, y formó una familia. Años más tarde, al saber que Joab había muerto quiso volver a su tierra, pero Faraón lo retuvo.
Sin embargo, llegó el día en que Hadad volvió a Edom, y desde allí amenazó el reino de Salomón.
Un segundo enemigo fue Rezón, hijo de Eliada. Este había huido de una matanza que el rey David había hecho en su ciudad, Soba. Luego de hacerse de una compañía de hombres, se refugió en Damasco, y con el tiempo llegó a ser rey de Siria.
El tercero fue Jeroboam hijo de Nabat. Este era un varón “valiente y esforzado”, a quien Salomón mismo había puesto en un cargo de responsabilidad entre sus siervos. Un día, el profeta Ahías le profetizó que él sería el próximo rey de Israel. Cuando Salomón lo supo, procuró matarlo, así que Jeroboam huyó a Egipto.
Aunque el reino de Salomón fue un reino de paz, y Dios le dio paz sobre todos sus enemigos (1 Reyes 4:24), he aquí que en las postrimerías de su reino surgen estos tres enemigos. ¿Cómo se explica?
Las explicaciones
A la hora de buscar las razones de tales hechos, debemos ir al comienzo del capítulo 11 de 1 Reyes. Allí, en los primeros 13 versículos del capítulo, se nos hace una relación de las apostasías de Salomón.
Allí se nos relata cómo Salomón amó a muchas mujeres extranjeras, de Moab, de Amón, de Edom, de Sidón, y de Het, acerca de las cuales Dios había advertido; se nos dice que tuvo 700 mujeres reinas y 300 concubinas, y que sus mujeres “desviaron su corazón”. Allí se dice también que ellas inclinaron su corazón tras dioses ajenos, de modo que ya no anduvo Salomón rectamente delante de Jehová su Dios; que luego edificó santuarios a Quemos, ídolo abominable de Moab, y a Moloc, ídolo abominable de los hijos de Amón; y que así hizo para todas sus mujeres extranjeras, las cuales ofrecían sacrificios a sus dioses.
Si consideramos la gravedad de la falta de Salomón, ya que se trata de pecados groseros, los más severamente sancionados en la ley de Moisés, podemos entender por qué Dios se enojó contra Salomón y decidió romper su reino después de él, y cómo fue que le surgieron enemigos.
En el versículo 14 dice: “Y Jehová suscitó un adversario a Salomón: Hadad edomita …” Y el versículo 23 dice: “Y Dios también levantó por adversario contra Salomón a Rezón, hijo de Eliada …” Y el versículo 26, siguiendo esta misma línea de pensamiento, dice: “También Jeroboam hijo de Nabat … alzó su mano contra el rey.”
De manera que ¡Dios mismo estaba detrás de los enemigos de Salomón, y los suscitó como castigo por su apostasía! La explicación de los sufrimientos postreros de Salomón que vio aparecer enemigos por todos lados no ha buscarse en Hadad, en Rezón o en Jeroboam, ni tampoco en Dios, como si hubiese sido infiel con el hijo de David, sino que ha de buscarse en Salomón mismo, en su corazón perverso y desleal.
No fue la rebelión de estos tres varones lo que le causó dolores a Salomón, ni menos la supuesta infidelidad de Dios, sino su propio corazón idólatra.
En la desgracia es fácil buscar culpables, y si se logran descubrir, intentar ajusticiarlos, como hizo Salomón con Jeroboam, pero cuando está la mano justiciera de Dios detrás de ellos, entonces más vale no hacer nada, y humillarse ante él.
Israel
A la muerte de Salomón, el reino se dividió en dos: Israel, por el norte, y Judá, por el sur. Israel fue el primero en sumirse en una gran apostasía. El capítulo 17 de 2 Reyes es una gran y patética radiografía de sus pecados. Por casi 200 años el Señor les envió profetas para que se volviesen de sus malos caminos, pero ellos rechazaron una y otra vez el llamado de Dios al arrepentimiento.
Finalmente, Dios permitió que el reino de Asiria, ubicada al norte de Israel, se levantara contra el pueblo de Dios y lo castigara. Por boca de Isaías, Dios dice, entonces, estas terribles palabras: “Oh Asiria, vara y báculo de mi furor, en su mano he puesto mi ira. Le mandaré contra una nación pérfida, y sobre el pueblo de mi ira le enviaré, para que quite despojos, y arrebate presa, y lo ponga para ser hollado como lodo de las calles” (Isaías 10:5).
De manera que Asiria vino a ser un instrumento de castigo en las manos de Dios para disciplinar a su pueblo rebelde. En el año 722 a.C., cae el reino de Israel, vergonzosamente, para no levantarse más.
Judá
Ocho años después de la caída de Israel, Asiria intenta tomar también a Judá, pero Dios no lo permitió. La intercesión de Isaías y la humillación del rey Ezequías detienen la mano de Dios. (2 Reyes 18 y 19).
Sin embargo, unos cien años después, Dios está clamando de nuevo, esta vez por medio del profeta Jeremías, a una Judá que no quiere volverse a Dios.
En efecto, el profeta Jeremías vivió en los días finales del reino de Judá, antes del cautiverio babilónico. Su predicación fue –podríamos decir en términos humanos– fatalista y negativa. Él tuvo el encargo de decir al pueblo que Dios había decretado un cautiverio para ellos y que era irreversible. Por eso Jeremías llamó al pueblo a la no resistencia. El rey de Babilonia era un instrumento en las manos de Dios, y la resistencia a Nabucodonosor Dios la interpretaría como una resistencia a su propia voluntad: “Someted vuestros cuellos al yugo del rey de Babilonia, y servidle a él y a su pueblo, y vivid.” (Jer.27:12). Incluso a los que ya habían sido exiliados, Jeremías les escribió una carta para conformarlos e instarlos a que se estableciesen tranquilamente en Babilonia, porque el cautiverio iba a ser largo.
Naturalmente, Jeremías fue juzgado por sus paisanos como un traidor a la patria. El rey y los príncipes exigían hacer causa común frente al enemigo, pero Jeremías no podía hacer eso. El era un profeta de Dios, y conocía el corazón de Dios.
En esos mismos días hubo profetas falsos que profetizaron paz a Judá en nombre de Jehová. Uno de ellos, Hananías, dijo que en dos años más el yugo de Nabucodonosor sería roto, sin embargo, la profecía de Dios vino en contra de él y en dos años más no ocurrió lo que él profetizó, sino su propia muerte. (Jeremías 28).
¿Por qué un profeta de Dios ayuda a entregar a su pueblo en manos del enemigo? ¿No amaba Jeremías a Judá? ¿No amaba Dios a Judá? Jeremías había llorado hasta consumirse por Judá; había intercedido ante Dios con argumentos dramáticos, por si aún había salvación para ella, pero no la hubo. La dureza de su corazón era mayor que toda posibilidad de arrepentimiento. Por más de cien años Dios había advertido al rebelde reino de Judá que vendría un castigo por sus apostasías. Profetas como Miqueas, Sofonías y Habacuc dedicaron todo su ministerio tratando de convencer a los judíos acerca de los juicios que indefectiblemente caerían sobre ellos si no se arrepentían y enderezaban sus caminos. Sin embargo, sus esfuerzos fueron vanos.
Judá cayó en manos de Nabucodonosor el año 586 a.C.
Una conclusión básica
El ejemplo de Salomón y el caso de Israel y Judá tienen algo muy importante en común, el castigo que ellos recibieron fue el fruto de su propio extravío, y nada más. Los enemigos surgen sólo cuando el corazón se ha apartado de Dios, y son una advertencia de Dios para revisar los propios caminos y ver en qué punto y cómo se está desagradando a Dios.
El no verlo, y buscar, en cambio, reivindicaciones, es una desgracia tan grande o peor que el castigo mismo.
¿Qué aplicación tiene esto para nosotros, como creyentes en particular, y como pueblo de Dios?
Veámoslo así: Cuando un hijo de Dios recibe una desgracia, esa desgracia es causada directamente por alguien o por alguna circunstancia; la reacción natural es arremeter contra ese “alguien” o “esa circunstancia”. Sin embargo, hay que ver que, detrás de ello está la mano de Dios (lo vea él o no lo vea), y que la mano de Dios no se mueve contra él arbitrariamente: sólo se mueve en castigo por algún pecado. De manera que, al final de cuentas, la víctima de la desgracia y el victimario (o el causante de ella) son la misma persona.
Es finalmente mi propio pecado el que me alcanza. En el comienzo del proceso estoy yo, y al final de él también estoy yo. Al principio está mi pecado, y al final está el fruto de mi pecado, que es la muerte. “Porque la paga del pecado es muerte” (Rom.6:23).
Toda vez que nosotros buscamos culpables por nuestras desgracias, si buscamos según los métodos humanos, hallaremos culpables, y tal vez hagamos una supuesta justicia. Pero si buscamos culpables delante del Señor, a la luz de su Palabra, encontraremos que los culpables somos nosotros mismos.
Entonces, al verlo así, no buscaremos más fuera de nosotros, no acusaremos a nadie, sino que nos postraremos delante de Dios para decirle que Él es justo, que todo lo que permite es para nuestro bien, y le rogaremos que nos ayude para sacar provecho de nuestras lágrimas, para gloria de su Nombre.