La figura del profeta Jonás nos muestra un interesante aspecto del sacrificio del Señor Jesucristo.
Porque como estuvo Jonás en el vientre del gran pez tres días y tres noches, así estará el Hijo del hombre en el corazón de la tierra tres días y tres noches”.
– Mateo 12:40.
Un hombre corre nervioso por las calles del puerto de Jope, que está sobre el extremo oriental del Mediterráneo. Él quiere tomar el primer barco que le pueda llevar lejos, lo más lejos posible. Ojalá lo llevara al otro extremo del mar, a España.
Al llegar al muelle, encuentra el barco que necesita. Así que, sin más dilación, paga el pasaje, y se embarca. Por fin, ha logrado escapar. La voz de Dios ya no le incomodará más.
¿De quién se trata? Se trata de Jonás, el profetas de Dios, que huye para no tener que ir a Nínive, esa ciudad pagana, a predicar el mensaje que Dios le ha encomendado.
La travesía por el mar parece normal e incluso placentera, hasta que se desata una violenta tempestad. Los marineros están desconcertados. Nunca habían vivido algo así. Ellos invocan cada uno a sus dioses, pero la tempestad no amaina.
De pronto, alguno pregunta cuál será la causa de tan gran mal. Al echar suertes, ésta cae sobre Jonás. Jonás reconoce que es por su culpa que les ha sobrevenido esto, y sugiere que lo echen al mar para salvar la embarcación. Tras denodados esfuerzos por salvar la nave, los hombres no tienen otra alternativa. Jonás es lanzado al mar.
El mar ahora está quieto. La embarcación se salva, pero ahora el problema lo tiene Jonás. Las aguas del mar amenazan sobrepasarlo, entonces Dios tiene misericordia y ordena a un pez que se lo trague.
Jonás está en el vientre del gran pez. Siente que la muerte pende sobre su cabeza. La angustia lo envuelve. Las algas se le enredan en su cuerpo. El abismo –las profundidades insondables del mar– le rodean y amenazan. ¡Cuán largas son las horas! No es un día ni dos. No es una noche ni dos. Son tres largos días con sus noches. Siente que está encerrado en una cárcel bajo crueles cerrojos.
Pero allí, Jonás invoca el nombre del Señor, y éste manda al pez, quien lo vomita, sin un rasguño, en tierra.
El Señor Jesucristo usa a este profeta como ejemplo de lo que habría de ser su muerte. Tal como Jonás estuvo en el vientre del gran pez tres días y tres noches, él habría de estar en el corazón de la tierra tres días y tres noches.
Si revisamos la historia del profeta, podemos hallar una alegoría del por qué de su muerte. Más allá de su estadía en el corazón de la tierra, podemos ver que fue necesario que Cristo muriera para que los juicios de Dios sobre el hombre fueran quitados.
Fue necesario que Cristo fuera lanzado a las aguas de la muerte para que se aquietara el mar embravecido. Es raro hallar en Jonás el desinterés por su propia vida, al ofrecerla para la salvación de esos hombres. Es sumamente extraño en un profeta tan desobediente. Lo que sucede es que Jonás es usado por Dios en este episodio para mostrarnos la hermosa actitud de entrega del Señor Jesús por nosotros. Así como Jonás ofreció su vida por la de esos hombres, así el Señor Jesucristo fue a la muerte por todos nosotros.
No obstante, hay una diferencia fundamental. Jonás fue lanzado al mar en castigo por su desobediencia. En cambio, Cristo fue a la muerte en castigo por nuestra desobediencia. Jonás vivió sólo las angustias de la muerte; en cambio el Señor padeció la muerte de verdad. ¿No es maravilloso? Él murió por usted y por mí, para que nosotros alcanzásemos vida eterna.