Una invitación del Espíritu a los hombres y mujeres de fe para dejar el pasado y extenderse hacia la madurez.

Por tanto, dejando ya los rudimentos de la doctrina de Cristo, vamos adelante a la perfección».

– Hebreos 6:1.

A todo cristiano le llega la hora en que Dios le hace esta solemne invitación. Puede ser después de bastante tiempo de haber creído en el Señor Jesucristo, o puede ser a poco andar en la vida cristiana.

Sea como fuere, la invitación (y que es también una demanda) llega. Dios considera que ya ha invertido suficiente tiempo dándonos leche y enseñándonos los rudimentos de la fe. Dios ha permitido que disfrutemos, sin mayor compromiso aparente, los deleites de la vida cristiana, de los dones espirituales; y nos ha hecho todas las cosas muy fáciles. Ahora, sin embargo, nos dice que espera algo más de nosotros. Él quiere que seamos maestros; que tengamos los sentidos ejercitados en el conocimiento del bien y del mal; que no seamos ya más niños; que no profesemos una fe claudicante, ni un testimonio débil. Dios quiere que vayamos adelante a la perfección.

Vamos

«Vamos» es una invitación que hace el Espíritu Santo al Cuerpo, no al individuo. El interés de Dios está centrado en la iglesia, no en uno o dos líderes. Aquí hay pluralidad, no individualismo.

Cuando la amada del Cantar de los Cantares dice: «Atráeme, en pos de ti correremos» (1:4 a) está deseando que todo el pueblo de Dios corra tras su Amado, por eso dice, en plural: «… en pos de ti correremos».

El Señor es glorificado cuando los muchos corren tras Él, entre ellos también los pequeños y los cojos (Heb.12:13).

Ahora bien, es cierto que, aunque la acción está destinada para el Cuerpo, suelen iniciarla uno o unos pocos. Sea uno o sean dos, se inicia como una oración individual de anhelo por las cosas divinas. Hay detrás de esa oración una insatisfacción que lleva al creyente a pedir ser atraído. Sus continuos fracasos le han demostrado que no puede hacer promesas ni puede iniciar un camino de comunión más estrecha por sí mismo. Entonces clama con la angustia del ciervo por las corrientes de las aguas: «Atráeme».

Luego, al ser atraído por el Señor, el creyente corre detrás de Él, pero no va solo. Su hambre ha sido contagiada a otros, su insatisfacción ha despertado otros corazones, y la respuesta del Señor también ha alcanzado a otros, de manera que a la hora de correr muchos se le han apegado.

La invitación es para que todos vayamos. Naturalmente, no todos cuantitativamente, pero sí una pluralidad de hermanos, representativos de la iglesia, que corren, no por sí mismos (porque el Señor les da fuerzas), ni para sí mismos, sino para el Cuerpo. Son aquellos que el Señor ha atraído hacia sí.

Un paso de fe

Este atráeme es similar al desafío que lanza Pedro al Señor cuando lo ve acercarse caminando sobre el mar: «Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas» (Mateo 14:28). Pedro no se conforma con ir en una barca que es llevada y traída por el juego azaroso del oleaje. No se conforma con tener que esconder la cabeza del viento embravecido. Pedro quiere sobreponerse a la fuerza de los elementos, y quiere, al igual que su Maestro, caminar sobre las aguas.

El mar embravecido son las circunstancias adversas, y el enemigo detrás de ellas, desatados todos sobre el cristiano, para hacerle temer y, si es posible, naufragar. No obstante, lo maravilloso de este episodio es que el Señor no deja a Pedro con ese deseo insatisfecho. El Señor atiende el arrojo de Pedro, su afán de perfección, y le dice: «Ven».

Entonces Pedro camina sobre las aguas. Así también nosotros. Si somos atraídos por el Señor, podremos también caminar sobre las aguas de las dificultades, de las pruebas y tentaciones. Si se lo pedimos al Señor, Él atenderá nuestro clamor y nos dirá: «Ven».

Adelante (Filipenses 3:13-15)

Para caminar hacia adelante hay que dejar lo que hoy nos amarra. Hay que dar por superada la etapa que nos aprisiona, hay que dar vuelta la hoja. Hay que sepultar el pasado.

«Una cosa hago -dice el apóstol Pablo- olvidando ciertamente lo que queda atrás …»

Hay que olvidar lo que queda atrás. ¿Cómo es que podemos olvidarlo? ¿Sólo porque nos lo propongamos? No, lo olvidaremos porque la cuenta está saldada. La deuda que traíamos, el Señor la pagó. Somos libres de nuestro pasado.

Atrás están nuestros fracasos, nuestros yerros, nuestros pecados, nuestras promesas incumplidas, nuestros propósitos frustrados, nuestras amarguras. Todo ha de quedar atrás. Todo aquello que desalienta. La mochila cargada de ese «peso que nos asedia» (Heb.12:1) tenemos que ponerla delante del Señor, para que Él se haga cargo. ¡El Señor se hace cargo!

Él murió por nuestros pecados; su sangre es eficaz para quitar todo ello de en medio. Ya no hay nada que nos pueda atar y esclavizar al pasado.

Atrás también quedan nuestros pequeños triunfos, esos que nos envanecen. Si algo de lo que hicimos vale la pena recordarlo, que otros lo recuerden, y sobre todo, que el Señor lo tenga en memoria delante de Él. Pero ¿nosotros? Lo olvidaremos, así como olvidó David su victoria sobre Goliat, para nunca mencionarla. ¿Hay algún triunfo? Que lo sepa el Señor, y no nosotros.

«…Y extendiéndome a lo que está delante». Este extendiéndome tiene un significado precioso en el griego. Significa «alargando el cuello».

Esta imagen nos lleva inmediatamente a una pista de atletismo. Los corredores van llegando a la meta. La llegada es estrecha; sólo uno se llevará el premio. Hay que esforzarse al máximo. Entonces, los que van disputando el primer lugar alargan el cuello. Todos quieren, en un supremo y postrer esfuerzo, ser el primero en cruzar la meta, y alcanzar así el codiciado premio.

¿Hacia dónde estamos alargando el cuello? ¿Hacia el mundo, para ver su multitud de frivolidades? Si es así, nos constituimos enemigos de Dios. (Stgo.4:4). ¿Hacia atrás, como la esposa de Lot, deseando volver a nuestra añeja forma de vida?

Entonces, nos quedaremos petrificados, sin poder correr más la preciosa carrera. (Gén.19:26) ¿O somos como aquel labrador que, puesta la mano en el arado, mira hacia atrás? Entonces, perderemos el reino. (Luc.9:62). ¿Hacia dónde estamos «alargando el cuello»?

«Prosigo …». La palabra «prosigo» es sinónimo de «continúo». Pero tiene, además, la siguiente connotación: Yo prosigo cuando sigo y sigo. Es la acción continuada, persistente, perseverante. ¿Hay dificultades? Yo sigo. ¿Hay luchas? Pues, yo no tengo alternativa: yo sigo. Prosigo ¿adónde?

«A la meta, al premio …». El premio de una carrera no se otorga a los que tuvieron las mejores intenciones de llegar primeros.

El podium, con toda su gloria, espera a una sola clase de personas: a los que corrieron bien y ganaron. No a los bien intencionados, sino a los que ganaron lícitamente. En una carrera de cien metros, el metro 99 no es la meta, como tampoco lo es el metro 99,9. Hay una meta, que está en el metro 100, que tenemos que alcanzar. Por eso somos invitados por el Espíritu Santo para ir adelante.

«…del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús.» Muchos llamamientos (o vocaciones) hay en la vida. En el plano de lo natural, cada persona tiene, por su configuración sicológica particular, una vocación determinada que suele concretarse en la actividad laboral que desempeña. Hablamos de que un aviador tiene una «vocación», que el profesor tiene una «vocación», etc.

Esto, en el plano natural. Sin embargo, aquí se nos habla de una vocación superior a todas las demás: es un llamamiento o vocación suprema. Es el llamamiento de Dios, para ser algo para Dios en Cristo Jesús.

Muchos se esmeran en ser los mejores profesionales, y para lograrlo, trabajan de sol a sol, y se inscriben en cuanto curso de perfeccionamiento pueden. Su objetivo: ser fieles a su vocación. Ser los mejores en su área. No obstante, cualquier vocación terrenal es demasiado estrecha comparada con esta vocación suprema que tenemos en Cristo.

Se cuenta del misionero Guillermo Carey, quien tenía varios hijos también misioneros. Cuando uno de ellos, Félix, comenzó a predicar, Carey escribió con satisfacción en su Diario de vida: «Mi hijo, Félix, respondió al llamado de predicar el evangelio.»

Años más tarde, cuando ese mismo hijo aceptó el cargo de embajador de Gran Bretaña en Siam, Carey, desilusionado y angustiado, escribió a un amigo: «¡Félix se empequeñeció hasta volverse un embajador!»

Carey tenía una correcta visión del valor que las cosas tienen para Dios. Y es así como también tenemos que ver nosotros la suprema vocación que tenemos en Cristo Jesús.

«Así que, todos los que somos perfectos, esto mismo sintamos …». Aquí también tenemos al cuerpo, representado por los que aman al Señor en la iglesia, por los más maduros, sintiendo lo mismo. Hasta el versículo 14 la acción es individual, pero aquí se abre hacia los demás en el cuerpo. El creyente tiene una responsabilidad personal, y cuando la asume, otros también sentirán lo mismo: «Y si otra cosa sentís, esto también os lo revelará Dios.»

¿Ha sentido usted el llamado para olvidar lo que quedó atrás y seguir adelante? Si no es así, esto también -esperamos- se lo dará el Señor.

A la perfección

La epístola a los Hebreos pone un especial énfasis en la perfección del creyente, tanto es así que la expresión: «Vamos adelante a la perfección» podría usarse como título para toda la epístola.

Cuando se habla de ‘perfección’, muchos de nosotros nos miramos a nosotros mismos, como Sara cuando Dios le anunció el nacimiento de su hijo. Tal vez hasta una sonrisa escéptica se asome en nuestros labios. ¿Yo, perfecto? ¡Por favor, no bromee!

Sin embargo, la Palabra de Dios llama las cosas que no son como si fuesen (o para que sean). (Rom. 4:17). 1 Y con ello hemos de quedarnos.

El Espíritu Santo en Hebreos nos muestra que uno de los grandes problemas que tenía le ley de Moisés era que no podía hacer, por su sistema de ofrendas y sacrificios, perfectos a los que se acercaban a Dios por medio de ella (Heb.9:9; 7:11,19; 10:1).2  En cambio, la obra del Señor Jesús en la cruz «hizo perfectos para siempre a los santificados» (Heb.10:14). Esta es, por supuesto, la perfección que alcanza el creyente delante de Dios por la obra de Cristo. No obstante, siendo perfectos, el Espíritu Santo nos invita a seguir avanzando hacia la perfección. Tal como Cristo, que era perfecto en todo, sin tacha ni defecto (Heb.7:28), fue perfeccionado (Heb.5:9), así también nosotros, tenemos que llegar a serlo. De esa manera, la perfección imputada viene a ser una perfección encarnada en nosotros, y vivida.

Ahora bien, ¿qué debemos hacer, y cómo hacerlo, para llegar a la perfección? La epístola a los Hebreos nos entrega las claves para alcanzarlo; por lo pronto, el Espíritu Santo nos dice en 6: 1: «»Por tanto, dejando ya los rudimentos de la doctrina de Cristo, vamos adelante a la perfección». Para avanzar adelante hay que dejar algo atrás. Lo que es leche, lo dejaremos, para procurarnos alimento sólido. La torpeza para discernir lo que agrada al Señor, también ha de quedar atrás. Ahora es preciso ejercitar nuestros sentidos, y avanzar adelante.

La meta es alcanzar la estatura del Varón perfecto (Ef.4:13). Era la misma meta que tenía el apóstol Pablo para los creyentes del primer siglo (Col.1:28; Gál.4:19).

«Vamos adelante a la perfección» es, pues, un llamado a avanzar hacia la meta, a no conformarse con los fracasos, o con la mediocridad imperante. ¡Que el Señor nos conceda una mirada lúcida y un deseo ferviente de seguir avanzando, un solo y mismo deseo, el mismo del anciano apóstol, que sólo deseaba asir aquello para lo cual había sido asido por Cristo!  Amén.

1 Así traduce la Biblia de Jerusalén.
2 La Versión Moderna traduce así Heb.8:8: «Porque tachando a aquél (el primer pacto) de imperfección, les dice…».