La perfección no es un estado beatífico, carente de sobresaltos; antes bien, es un ejercicio apasionante como instrumentos de salvación e intercesión.
El fin último de Hebreos es mostrarnos que podemos alcanzar la perfección como cristianos. No es mostrarnos meramente que Cristo es superior a la Ley, sino que es mostrarnos los recursos que Dios ha provisto en Cristo para que alcancemos la meta que nuestro Dios se fijó para nosotros.
La preciosa sangre de Jesús es la solución para el problema de nuestros pecados, y su sumo sacerdocio es la solución de Dios para el problema de nuestras debilidades. La carga de pecados, y la flaqueza de nuestra humana condición quedan en las manos de Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo, para que ya no nos estorben hacia nuestra meta de perfección y en nuestro servicio a Dios.
Hebreos nos muestra cómo el Hijo de Dios llegó a ser un perfecto Salvador y un perfecto Sumo sacerdote para favorecernos hasta que alcanzásemos la perfección. La voluntad de Dios no es que seamos sólo limpiados de nuestros pecados, y seamos así perfectamente salvos, sino que también seamos socorridos en nuestras debilidades para llegar a ser cabales y perfectos.
Sólo así Dios podrá usarnos para su gloria. Sólo así podremos alcanzar la madurez en Cristo.
La revelación de Hebreos tocante al valor de la sangre y del sumo sacerdocio de Cristo se completa en el pasaje del capítulo 10:19-23. Allí se nos muestra que, por medio de la sangre, y teniendo este gran sacerdote, podemos acercarnos a Dios. Más aún, se nos invita y exhorta a acercarnos confiadamente, en lo que es una confirmación, pero con mayor conocimiento de causa, de lo que se nos enuncia brevemente en Hebreos 4:14-16. Ahora que hemos visto la excelencia de Jesucristo como Ofrenda y como Sumo Sacerdote, podemos acercarnos.
Luego, en el versículo 23 se nos dice: «Mantengamos firme, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza, porque fiel es el que prometió.» ¿Cuál es la profesión de nuestra esperanza?
En Hebreos no se nos aclara suficientemente cuál sea la profesión de nuestra esperanza. Para saberlo, tendremos que avanzar un poco más en la revelación de las Sagradas Escrituras para encontrarla.
Una revelación gradual
La revelación divina avanza, gradual y sostenidamente, desde el Génesis hasta el Apocalipsis. Hay muchas verdades y doctrinas en las Escrituras que se van revelando paso a paso a través de sus diferentes libros.
Veamos, por ejemplo, cómo el sumo sacerdocio del Señor Jesucristo se revela gradualmente.
Comenzando el libro de los Hechos encontramos la ascensión del Señor Jesucristo (1:9), y poco más adelante lo vemos ya a la diestra de Dios (7:55-56). Nada se dice allí todavía de su función como sumo sacerdote. Más adelante, en Romanos 8:34 se nos dice que el Señor Jesús está a la diestra de Dios intercediendo por nosotros. Esto es una avance con respecto a Hechos 7:55, pero todavía no se nos dice cuál es su investidura como Intercesor. Esta revelación (y que es su completación) está en Hebreos, donde se nos presenta al «apóstol y sumo sacerdote de nuestra profesión, Cristo Jesús» (Heb.3:1), constituido, bajo juramento, sumo sacerdote según el orden de Melquisedec (Heb.7:21). Aquí se nos muestra que Él no sólo intercede por nosotros, sino que está investido con un oficio sacerdotal más excelente que el de Aarón, constituido por Dios bajo juramento, teniendo como fundamento el poder de una vida indestructible.
Así también, tal como la revelación de Jesucristo en cuanto sumo sacerdote es gradual en las Escrituras, también lo es la revelación de nuestra perfección como creyentes, y de cuál es «la profesión de nuestra esperanza».
La mayor señal de perfección
Como se ha reiterado, en Hebreos se nos habla acerca de que nuestra perfección es posible, debido a que tenemos a nuestro favor la preciosa Sangre y los oficios de nuestro gran Sumo Sacerdote. Sin embargo, no nos dice qué espera Dios de nosotros, excepto que pongamos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe (Heb.12:2), para recibir aliento y fortaleza.
Así que, Hebreos nos invita a mirar a Jesús como Ofrenda, autor de nuestra salvación (es decir, Salvador), y como consumador de la fe, es decir, como Sumo Sacerdote. Sin embargo, no nos dice mucho acerca de lo que Dios espera de nosotros luego que hemos sido tan favorecidos por la obra perfecta del Señor Jesucristo.
Para saberlo, tenemos que avanzar un poco más en las Escrituras, hasta 1 Pedro 1:9: «Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio…»; esto se ve corroborado en Apocalipsis 1:6: «Y nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre …», y en Apocalipsis 5:10: «Y los has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes; y reinarán sobre la tierra» (Versión Moderna de H.B. Pratt). El primero es el testimonio de Pedro, el segundo es el testimonio de Juan en Patmos, y el tercero es el testimonio de los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos en la corte celestial, respecto de los redimidos.
Lo que en Hebreos apenas se nos sugiere por el ejemplo de nuestro bendito Señor como Sumo Sacerdote, aquí en estos pasajes se nos aclara perfectamente: ¡somos sacerdotes para nuestro Dios! Y no sacerdotes comunes, sino sacerdotes-reyes, que tienen no sólo la función de interceder (hoy), sino también la de reinar (mañana).
Por estos pasajes entendemos que el objetivo de Hebreos no era sólo mostrarnos la obra perfecta de Cristo como Autor de nuestra salvación y Sumo Sacerdote, sino, además, darnos el mejor ejemplo de cómo nosotros podemos llegar a ser eficaces sacerdotes, es decir, instrumentos de salvación y de intercesión para otros. Aquí comprobamos que el deseo de Dios es que andemos como el Señor Jesús anduvo (1 Juan 2:6), y que «como él es, así somos nosotros en este mundo» (1 Juan 4:17 b).
El mejor ejemplo
Para saber cómo se llegar a ser un eficaz instrumento de salvación y de intercesión tenemos que volver a Hebreos 5 y revisarlo bajo esta nueva perspectiva. Allí vemos cómo el Señor Jesucristo, siendo perfecto, llegó a ser perfeccionado para ser autor de nuestra salvación y sumo sacerdote según el orden de Melquisedec.
En el pasaje del versículo 7 al 10 leemos: «Y Cristo, en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente. Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia; y habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen; y fue declarado por Dios sumo sacerdote según el orden de Melquisedec.»
Lo primero que tenemos que extraer de aquí es que el Señor no dedicó los días de su carne para pedir al Padre que lo librara de la muerte. Sus ruegos, súplicas y clamores no tenían ese objetivo. Si miramos atentamente el pasaje completo, veremos que hacía oración con clamor y lágrimas en medio de sus propios padecimientos, para llegar a ser autor de nuestra salvación y sumo sacerdote según el orden de Melquisedec. (Vea que la línea de pensamiento que hay hasta el versículo 6, y que más adelante se une al 10, se refiere al sacerdocio).
Si el Señor hubiese estado pidiendo ser librado de la muerte ¿cómo iba a llegar a ser el Cordero de Dios y salvar así al mundo? Resultaría contradictorio con el propósito de su venida. El sabía que venía a morir. El decía: «De un bautismo tengo que ser bautizado; y ¡cómo me angustio hasta que se cumpla!» (Luc.12:50). Y ese bautismo era su muerte en la cruz. El sabía que venía a dar su vida en rescate por muchos. (Mat.20:28). Además, el hecho de que diga que «fue oído a causa de su temor reverente» indica claramente que la oración fue contestada, ¡si hubiese estado pidiendo ser librado de la muerte, esa oración contestada habría significado precisamente ser librado de la muerte! En cambio, su clamor se ofrecía para llegar a ser un eficaz Salvador y Sumo sacerdote, clamor que fue contestado, ¡porque llegó a ser ambas cosas perfectamente!
Sin duda, sus madrugadas en oración y sus largas vigilias no tenían por objeto un beneficio personal. ¡Lejos esté de nosotros llegar a pensar tan mezquinamente de nuestro bendito Señor, que se dio por nosotros, y que no vino para ser servido, sino para servir! Sus desvelos no buscaban un estrecho fin, sino el llegar a consumar una obra perfecta de salvación para los hombres. El no quería fallar en su misión. (Ay, al hablar así hablamos como en locura. Hablamos como si Él no hubiese sido perfecto Dios, y por tanto, irreprensible. ¡Es que llegó a ser tan perfectamente hombre -semejante a nosotros en todo- como si no hubiese sido Dios!). En su debilidad como hombre, Él agonizaba cada día en oración para que nada impidiera el cumplimiento de su sagrada misión.
Y si en Getsemaní (aquella «prensa de aceite») su debilidad extrema pudo hacerle exclamar: «Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa …», rápidamente recupera su fortaleza en Dios para decir: » … Pero no sea como yo quiero, sino como tú.» (Mateo 26:39). Esta fue, sin duda, una ocasión única de agonía suprema -previa a la cruz-, porque en ninguna otra ocasión se nos dice que haya sido su sudor «como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra» (Lucas 22:44).
Él vino a salvar a los hombres que estaban en tinieblas, y por ellos oraba. También sus discípulos ocupaban su atención en esas continuas oraciones en la intimidad con el Padre. Su mente y corazón tenían una sola meta; uno sólo era el propósito de su venida, y no descansaría hasta cumplirlo. (Juan 9:4).
La plenitud de Dios
Ser como Cristo es la máxima aspiración de todo cristiano. Esto se alcanza, no mediante un proceso de imitación, sino de transformación en su misma imagen. (2 Cor. 3:18). Cristo en los días de su carne fue y vivió de manera tal que nos muestra cómo hemos de ser y vivir nosotros en este mundo.
La plenitud de Dios es el amor, pero no el amor platónico, romántico, a la manera de la carne y la sangre, sino a la manera de Dios: «Como Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante.» (Efesios 5:2). Es el amor que se derrama en la oración intercesora con «ruegos, y súplicas con gran clamor y lágrimas». Es la intercesión con el auxilio del Espíritu Santo, quien, dentro de nosotros y con nosotros, «intercede … con gemidos indecibles.» (Rom.8:26).
La plenitud de Dios no es alcanzar la cima del poder para la realización de portentosos milagros. Es algo más profundo que eso. Es la manifestación del amor de Dios en la intercesión de los santos a favor de otros, y ser así llenos de la plenitud de Dios (Efesios 3:19).
En Apocalipsis, donde las cosas alcanzan su consumación, somos hallados reyes y sacerdotes. Hoy somos, por decirlo así, más sacerdotes que reyes; mañana seremos más reyes que sacerdotes. Hoy tenemos las rodillas para interceder, mañana tendremos una corona para reinar.
La forma de ser de Dios
Cuando miramos a Jesús en los días de su carne, lo vemos, o bien buscando cómo honrar al Padre, o bien cómo favorecer a los hombres. Nunca lo hallamos preocupado por Sí mismo.
Cuando miramos al Padre, lo encontramos siempre ocupado en glorificar a su Hijo, cediéndole a Él todas las cosas y buscando su preeminencia. Dio al Hijo la autoridad para efectuar todo juicio, le dio el tener vida en Sí mismo, y lo constituyó heredero de todo. Cuando introduce a su Hijo al mundo ordena a los ángeles que le adoren (Hebreos 1:6); y a los tres apóstoles en el monte de la transfiguración que le oigan a Él (no a Moisés ni a Elías; Mateo 17:5). Y, sobre todo, el Padre muestra su perfecta complacencia en su Hijo. El Padre ha decretado que todo el que quiera honrarle a Él debe honrar al Hijo, que quien se quiera acercar a Él debe hacerlo por medio del Hijo.
Por su parte, cuando miramos al Espíritu Santo, lo vemos ocupado en glorificar al Hijo, en dar testimonio de Él y en revelarlo a Él. Nada hace el Espíritu Santo para sí mismo.
De manera que, al interior de la Deidad, las cosas son muy nobles y santas. Cada uno busca favorecer a Otro. Podemos decir aun más, la forma de ser de la Deidad es buscar el bien del Otro. No hay en la Deidad rivalidad, ni egolatría; tampoco hay celos o contiendas. No hay ensimismamiento ni ninguna forma de vanidad. Cada una de las tres benditas Personas se derrama en amor por las Otras, en el orden y los propósitos que la misma Deidad, en ese amor perfecto, ha establecido.
En Filipenses hallamos algunas muestras de esta perfección divina. La hallamos, por ejemplo, en Pablo cuando pospone su deseo de partir y estar con Cristo, confiando en que se quedará en la carne un poco más por causa del provecho y gozo de la fe de los creyentes que aún le necesitan. (1:21-25). Y lo hallamos, sobre todo, en el Señor Jesús, cuando se despojó y se humilló a sí mismo para venir a morir por nosotros. (2:5-8). Lo hallamos en las palabras de Pablo cuando exhorta a los filipenses a tener el mismo sentir que hubo en Cristo Jesús, «no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros.» (2:4).
Esta abnegación por los demás la hallamos también en el elogio que hace Pablo de Timoteo, al decir: «Pues a ninguno tengo del mismo ánimo, y que tan sinceramente se interese por vosotros», y, por contraste, al plantear una fuerte reprensión por la anti-virtud de muchos: «Porque todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús» (2:20-21).
La forma de ser de Dios es vivir para otros, no para Sí mismo. ¿Cómo es esto posible en los creyentes, si no siempre vemos que se cumple? Hebreos 5 nos ayuda: «Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia; y habiendo sido perfeccionado …»
Siendo el Hijo eternamente perfecto, tuvo que ser perfeccionado por medio de los padecimientos. Nosotros, en tanto, habiendo sido hechos perfectos por medio de la sola ofrenda de Cristo (Hebreos 10:14), mayormente tenemos que ser perfeccionados para llegar a ser dóciles instrumentos de salvación y de intercesión.
La perfección se va produciendo a medida que vamos saliendo de la esfera de lo nuestro y nos vamos proyectando -olvidándonos de nosotros mismos- en la búsqueda del bien de otros.
Esta es la forma de ser de Dios, y ha de ser también la forma de ser de los cristianos perfectos. ¡Que el Señor nos ayude para el cumplimiento de tan magnífico propósito!