De la parábola de los labradores malvados surgen dos preguntas acuciantes para todo hijo de Dios: «¿Qué hemos hecho con el Hijo?», y «¿Qué hemos hecho con la Viña?».
En Isaías capítulo 5 está la parábola de la viña. Allí se describe lo que el Señor hizo en su viña. Hizo todo lo que un buen viñador podía hacer por ella: la cercó, la despedregó, plantó vides escogidas; puso en medio una torre, y también un lagar.
Luego, Él se pregunta: «¿Qué más se podía hacer a mi viña, que yo no haya hecho en ella?». Sin embargo, a la hora de los frutos, el resultado fue lamentable. En vez de dar uvas, dio uvas silvestres. En vez de juicio, dio vileza, en vez de justicia, produjo clamor (v.7).
La obra de Dios hoy también es una viña. El Señor puso en ella todo lo que podía poner para asegurar el mejor fruto. Realmente, lo hizo todo. Mejor aún que en los tiempos de los antiguos labradores. Preparó el corazón, y puso una vid de la mejor cepa. Una vid capaz de rendir las mejores uvas, y el mejor mosto.
Cada hijo de Dios hoy es un nuevo labrador. Cada uno ha sido llamado a tomar parte en las labores. Cada uno tiene una porción de trabajo que realizar. Cada uno posee –por así decirlo– una vid bajo su cuidado. El estado de nuestra vid muestra la calidad de nuestro trabajo, la preocupación, la diligencia y la ternura que hemos puesto en ella.
Una escena familiar
Los maestros de escuela suelen, al comenzar la clase, asignar trabajos a sus alumnos para revisarlos al final de la hora. Se entregan los materiales, se imparten las instrucciones, y se comienza a trabajar. Una vez cumplido el tiempo, todos los niños hacen fila para mostrar su obra de arte (una maqueta, tal vez, o un dibujo). Cada niño se refleja en el trabajo que ha realizado.
Unos se ven pulcros, ordenados, perfectos; otros, en cambio, están sucios, como recogidos de una charca. Todos los niños, curiosos, miran cada uno el trabajo de su compañero. Las miradas de unos escrutan con satisfacción al profesor y esperan su aprobación. Las de otros, temen su veredicto. Entonces, el profesor dictamina. Su calificación es irrevocable. ¡Esta es una escena familiar en todas las escuelas del mundo!
Así será, más o menos, el día aquél cuando comparezcamos ante el Señor. Cada uno llevará el trabajo que ha hecho. Y el Señor dará el fallo, inapelable. No habrá entonces tiempo para rehacerlo, no habrán esos minutos adicionales que algún profesor bonachón otorga a sus alumnos más lentos.
En aquel día –siguiendo con la alegoría de la viña– cada uno de nosotros, de pie junto a su vid, esperará la visita del Hijo del Dueño. Él pasará revista a las vides. Él –experto catador de la uva– sancionará la calidad del dulce fruto. Ese día habrá labradores felices, y otros, no tanto.
Antes que la noche venga
El Señor Jesús, cuando estuvo en la tierra, dijo: «Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo» (Juan 5:17). Y: «Me es necesario hacer las obras del que me envió, entre tanto que el día dura; la noche viene, cuando nadie puede trabajar» (Juan 9:4).
Cuando miramos al Señor en su ministerio terrenal, nos asombra la cantidad de cosas que hizo, las ciudades que visitó, los enfermos que sanó, la diligencia que mostró para ir y venir desde Galilea a Judea. Caminando, como todos.
Él no aceptó relajarse, ni tampoco quiso quedarse en un lugar más de lo necesario, apremiado por las necesidades que veía más allá. Él tenía el mejor ejemplo: «Mi Padre hasta ahora trabaja», por eso agregaba: «Y yo trabajo». ¿No es éste también un ejemplo para nosotros?
Él sentía la urgencia de trabajar porque sabía que la noche se acercaba. Para Él, el día fueron esos tres años y medio de su ministerio. Luego, vino la noche, y su muerte. Sin embargo, Él llegó a esa hora con la satisfacción de la labor cumplida: «Padre, yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese» (Juan 17:4). ¡De verdad había trabajado con diligencia! Y había concluido su obra. Por eso en la cruz dijo: «Consumado es».
Para nosotros, ¿cuál es el día? Y ¿cuál es la noche? El día es el corto tramo de nuestra vida útil, de nuestros años de vigor. Es el tiempo que Dios nos ha asignado para vivir, luego de tener la fe en nuestro corazón. Para el Señor fueron tres años y medio. Para nosotros ¿cuánto será? Puede ser una larga jornada de varias décadas, como también puede ser ¡apenas una hora! ¡Oh, no lo sabemos, no sabemos!
A algunos hijos de Dios les cayó la noche de repente, en un accidente, en una enfermedad corta pero incurable. Ellos tenían fuerzas aún, ellos estaban llenos de planes. Algunos de ellos, tal vez, de verdad querían servir al Señor.
Pero la noche se les vino encima, y ya no hubo lugar. «La noche viene, cuando nadie puede trabajar». Para nosotros, que vivimos en este postrer tiempo, el día es también esta dispensación, la de la gracia o la de la iglesia. Cuando venga el Señor por su amada, ya no habrá más lugar para el trabajo. Se acabará este día dispensacional.
De manera que estamos apremiados por todos lados. Sea este día nuestra corta vida terrena, o sea esta dispensación que ya se acaba, estamos puestos en estrecho. Nos constriñe la incerteza de nuestra partida, y la incerteza del momento en que vendrá el Señor. Ambas son inminentes. Para ambas tenemos que estar preparados. ¡Ay! ¿Cómo está nuestra pequeña vid?
El trabajo de la viña
Quien ha trabajado en una viña sabe que no toda uva que se vende, o todo vino que se bebe, es de calidad. Quien ha trabajado en una viña sabe discriminar entre lo bueno y lo malo. Para que un fruto sea de calidad ha de cultivarse la vid con esmero.
La vid necesita ser podada cada año. La tendencia a llenarse de hojas es muy fuerte y muy letal para el buen fruto. Cuando la vid es podada «llora». (Este es el lenguaje de los viñadores). Puede ser una semana o diez días, pero la vid llora. Nosotros sabemos que la poda en el creyente es la disciplina de Dios, que hace posible una mayor cantidad de fruto (Juan 15:2). Ningún hijo de Dios puede escapar a ella. (Hebreos 12:8).
Una vez que el fruto ha salido, es preciso ‘ralear’ las hojas, de lo contrario, la humedad lo pudrirá. El follaje puede ser muy grato a la vista, pero a la hora del fruto no sirve de nada. (Mateo 21:19). El follaje es la apariencia de piedad, es la búsqueda del vano aplauso, es la obra que se construye con madera, heno y hojarasca. (1ª Corintios 3:12-13).
El fruto de la vid debe madurar con el sol, en los tiempos que Dios ha establecido. Con la moderna tecnología, se hace madurar artificialmente los viñedos, para obtener un mejor precio. Sin embargo, en las cosas del Espíritu, todo debe ser en los tiempos de Dios. Para que la uva tenga el sabor pleno, debe haber estado todo el verano recibiendo los rayos del sol debidamente filtrados por las hojas.
El calor de nuestro Sol de justicia es insustituible, y sus plazos son buenos. En ellos hallamos salud para nuestro corazón, y, de paso, somos ejercitados en la paciencia.
La viña del hombre perezoso
«Pasé junto a la viña del hombre perezoso, y junto a la viña del hombre falto de entendimiento; y he aquí que por toda ella habían crecido los espinos, ortigas habían ya cubierto su faz, y su cerca de piedra estaba ya destruida. Miré, y lo puse en mi corazón; lo vi, y tomé consejo. Un poco de sueño, cabeceando otro poco, poniendo mano sobre mano otro poco para dormir; así vendrá como caminante tu necesidad, y tu pobreza como hombre armado» (Prov. 24:30-34).
Este hombre es perezoso y falto de entendimiento. Su viña está llena de espinos y de ortigas. Las espinas oprimen las vides. No hay frutos. Aun la cerca está destruida. El labrador dormita todo el día, su cabeceo permanente es proverbial entre quienes le conocen. Él no tiene tiempo para atender sus labores. Él necesita dormir.
Los espinos son los afanes de este siglo, el engaño de las riquezas, y las codicias de otras cosas (Mateo 13:22; Marcos 4:19). Todo eso ahoga la vid y no le permite dar fruto. Pero eso no es todo. Hay un enemigo que acecha.
Las zorras pequeñas
«Cazadnos las zorras, las zorras pequeñas, que echan a perder las viñas; porque nuestras viñas están en cierne» (Cantar de los Cantares 2:15).
La cerca está destruida, así que las zorras pueden entrar libremente. Las zorras grandes persiguen el fruto de la vid, pero las zorras pequeñas tienen la particularidad de quebrar las ramas de la vid. El daño causado por las grandes se puede recuperar más fácilmente que el causado por las pequeñas. Las zorras pequeñas son los pequeños pecados, las debilidades no juzgadas. Tal vez, un hábito no aborrecido, una mala mirada consentida. No son grandes pecados, ni faltas abominables. Pero son los más peligrosos, porque arruinan el fruto cuando está en cierne.
Nuestra vida puede estar intentando dar fruto. Luego de un largo día de infertilidad, puede ser que nuestra vid esté floreciendo. Entonces, el dulce fruto debe ser cuidado. Un hermano ha dicho: «Las pequeñas zorras hacen su daño antes que la vida de resurrección en Cristo se establezca firmemente.» ¡Justo en el momento más peligroso!
Entonces, el llamado es a cazar las zorras pequeñas. «Cazadnos» es un llamado colectivo, porque solos no podremos vencer. Necesitaremos de la comunión con los hermanos para lograrlo.
¿Por qué estáis desocupados?
En Mateo 20 encontramos otro aspecto de nuestra responsabilidad en el trabajo de la viña. Aquí el viñador salió temprano a contratar obreros para su viña. Convino con ellos en cuanto a la paga, y los envió a trabajar.
Luego, como a las nueve de la mañana, vio a unos que estaban en la plaza, desocupados. Más tarde, como a las 12, y luego a las 3 de la tarde encontró a otros, y los mandó a trabajar también. Finalmente, como a las 5 de la tarde, poco antes del término de la jornada (que terminaba a las seis), halló a unos que estaban desocupados, y les dijo:
–¿Por qué estáis aquí desocupados? –Porque nadie nos ha contratado –dijeron ellos. – Id también vosotros a la viña –les dijo– y recibiréis lo que sea justo.
Algunos de nosotros estamos como estos hombres que, casi al término de la jornada, cuando el día ya expira, todavía estamos esperando que alguien nos contrate, en circunstancias que el Señor hace mucho tiempo que nos mandó a laborar.
Permita el Señor que oigamos su voz diciéndonos: «¿Por qué estáis desocupados? Id a mi viña». No es hora de sentarnos en la plaza. Allí están los que no tienen nada que hacer. Ellos van a mirar el cielo, a contar lentamente las horas, a esperar tranquilamente que venga la noche. Nosotros tenemos que decir, como el Señor: «Entre tanto que el día dura, tengo que hacer las obras de mi Padre, porque viene la noche cuando nadie puede trabajar».
Sentados debajo de su vid
Miqueas 4 comienza describiendo los días del milenio, es decir, del reinado de Cristo sobre Israel y sobre toda la tierra.
Es interesante ver cómo en ese tiempo de paz perfecta, en que las espadas y lanzas se trocarán en azadones y hoces, en que no habrá más guerra, «se sentará cada uno debajo de su vid y debajo de su higuera, y no habrá quien los amedrente…» (4:4).
Sentarse debajo de la vid será un privilegio para quienes vivan en aquel siglo. Será el privilegio de quienes hoy han cultivado suficiente su vid como para sentarse mañana a su sombra. Los que hoy trabajan, mañana se sentarán debajo de su vid. Los que hoy descansan, no tendrán vid mañana bajo la cual sentarse.
A diferencia de la salvación, que es gratuita por la fe en el Señor Jesucristo, el reino no es alcanzable por la fe, sino por las obras de amor de quienes, siendo salvos, han rendido sus vidas a Dios para servirle en el espíritu. Este no será, por tanto, el privilegio de todos los salvados, sino de unos pocos.
Hay mucho trabajo que hacer, ¿cómo podríamos perder el tiempo? Se cuenta de Juan Wesley, que un día en que su coche le hizo esperar algunos minutos, exclamó con impaciencia: «¡He perdido diez minutos para siempre!» ¿Cómo están siendo invertidos –o perdidos– los minutos nuestros?
Hoy tenemos que atender nuestra vid, tenemos que despedregarla, arrancar los espinos y las ortigas que la ahogan. Tenemos que restaurar la parte que nos corresponde en el vallado. ¡Ha estado tan descuidada! Tenemos que cuidar sus frutos, y extender sus vástagos. Tenemos que proveerle de abundante riego para que rinda al máximo (Ezequiel 19:10).
Que el Señor nos permita hacerlo. Que nos conceda la diligencia y el amor para hacerlo bien. Si no, la parábola de los labradores malvados tendrá una triste continuación en nosotros, y eso, a pesar de que ya teníamos los antecedentes de los labradores anteriores. ¡Oh, no tendremos excusa! ¡Señor, ayúdanos!