De la parábola de los labradores malvados surgen dos preguntas acuciantes para todo hijo de Dios: «¿Qué hemos hecho con el Hijo?», y «¿Qué hemos hecho con la Viña?».
Cuando los judíos vieron al Hijo del Dueño de la viña, le reconocieron. Ellos dijeron: «Este es el heredero; venid, matémosle.» Le reconocieron, pero no le respetaron.
Juan 1:11 dice: «A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron». Le reconocieron, pero no le recibieron. Hoy en día muchos cristianos se confían en eso, en haberle recibido. Ellos dicen: «Yo acepté a Jesús como mi Salvador personal. No soy como los judíos, que no le recibieron, y más encima, le mataron». Y se quedan muy orondos. Ellos creen que habiéndole recibido una vez, es suficiente. ¡Pero no lo es! Si vemos los frutos que estamos dando, nos daremos cuenta que no es suficiente.
¿Tenemos conciencia de lo que es recibir de verdad al Señor? Hay muchas formas de recibir al Señor. Y la mayoría de ellas no son mejores que la que tuvieron los judíos.
En el Antiguo Testamento
En el Antiguo Testamento encontramos que Dios, de tiempo en tiempo, visitó a algunos hombres (o mujeres), por alguna razón específica. Ellos fueron unos pocos bienaventurados, porque le recibieron en sus casas por algunos minutos. Nada más. Esa fue toda su honra. Veamos cómo le recibieron ellos.
1. Abraham
Abraham, el «amigo de Dios», el padre nuestro en cuanto a la fe, le recibió en su tienda, según se relata en Génesis 18. Cuando Abraham le vio, corrió a su encuentro. Aunque eran tres varones los que se acercaban, él reconoció en uno de ellos al Señor. Entonces, Abraham le rogó que no se fuera sin que le permitiera atenderlo. Luego, ordenó que se le trajera agua para los pies, y le trajo un bocado de pan. Tomó el mejor becerro; también mantequilla y leche, y los trajo al Señor. ¡Abraham se sentía muy honrado de tener a Dios como huésped! Luego de comer, conversaron sobre el hijo que habría de tener Sara, y más tarde, el Señor caminó hacia Sodoma, con sus dos acompañantes ¡y con Abraham!
Allí en ese paseo por el campo surgió un deseo en el Señor. Él quiso compartir con Abraham su decisión con respecto a Sodoma. Tal como conversa un hombre con su amigo, le contó lo que iba a hacer con esa malvada ciudad. Y Abraham tuvo el privilegio de dialogar con el Señor, y aun se permitió argumentar con Él a favor de ella.
Luego de esa ejemplar intercesión, el Señor «se fue» y Abraham «volvió a su lugar». (v.33). Jamás hubiera pretendido Abraham que el Señor se quedara con él. Eso no estaba dentro de sus posibilidades. Fue simplemente una visita. Una gloriosa e inefable visita, pero nada más. Abraham volvería, luego de esto, a su peregrinar de fe, como todos los días.
2. Gedeón
No volvemos a encontrar testimonio de una persona que haya recibido al Señor en su casa hasta los días de Gedeón. Eran días de ruina, anormalidad y fracaso; sin embargo, Dios vino a la heredad de un tímido varón de Manasés. Jueces capítulo 6. El Señor llega y se sienta debajo de la encina que está en Ofra. ¡Qué sencillez! ¡Qué familiaridad! Cuando Gedeón toma conciencia de quién es el que le visita, pide que se le conceda el honor de ofrecerle una ofrenda. El Señor se lo concede. Entonces Gedeón prepara un cabrito, y panes sin levadura, y lo presenta a Dios. El Señor, entonces hace subir fuego de la peña, y el holocausto se consume.
En ese momento, el Señor desaparece de su vista. Gedeón se llena de temor, porque piensa que va a morir, debido a que ha visto al Señor cara a cara. Pero el Señor lo tranquiliza. Gedeón luego emprende un servicio precioso en favor del testimonio de Dios y del pueblo de Israel. Sin embargo, aquello bajo la encina de Ofra, fue sólo una corta visita de Dios.
3. Los padres de Sansón
De nuevo en Jueces hallamos otra visitación de Dios. Esta vez en Zora, a la esposa de Manoa, de la tribu de Dan. (Jueces 13). El Señor le anuncia a la mujer el nacimiento de un hijo nazareo. Ella lo cuenta a su esposo, quien pide al Señor que les enseñe lo que deben hacer.
El Señor aparece de nuevo a la mujer. Ella corre a avisarle a su marido. Él viene a encontrarse con el Varón. Manoa quiere atenderlo, pero el Señor le rechaza, si bien le autoriza a ofrecer un holocausto. Manoa le pregunta su nombre. El Señor sólo le dice: «¿Por qué preguntas por mi nombre, que es admirable?» (v.18).
Manoa ofrece el cabrito y una ofrenda, y el ángel sube en la llama del altar y desaparece. Manoa se postra, y, al igual que Gedeón, teme morir, porque – dice– : «A Dios hemos visto.» Sin embargo, Manoa no muere. Dios había tenido misericordia de él y de su mujer, concediéndoles la dicha de engendrar a un hombre de Dios.
Ellos habrían de guardar, seguramente, el más hermoso y dramático recuerdo de la visita de Dios, pero nunca podrían presumir de haberle recibido para siempre. El Señor vino y se fue. Fue sólo una visitación.
En el Nuevo Testamento
En el Nuevo Testamento, tenemos la más grande y asombrosa visitación de Dios al hombre, una visitación jamás imaginada en los tiempos anteriores. Dios se hizo carne, tomó forma de hombre. Descendió de la gloria inmarcesible a este oscuro lodazal terreno
Como se ha dicho, el Señor fue reconocido, pero fue rechazado. Sin embargo, algunas personas le recibieron en sus casas y en sus corazones. Si miramos los evangelios encontramos varias formas como algunas personas recibieron al Señor. La forma como ellos le abrieron la puerta de sus casas puede graficar la forma cómo algunos de nosotros le hemos recibido en nuestro corazón.
1. Jairo
Jairo era un hombre importante en los días del Señor Jesús. Era principal entre los judíos. Este tenía una hija de 12 años, que enfermó y murió. Este hombre había oído hablar del Señor, y su fe se había alimentado al oír los muchos prodigios que realizaba en los enfermos. Así que, en el colmo de su angustia, envía por el Señor para que venga a su casa.
El Señor acude. El panorama allí era desolador. Tocaban flautas y hacían alboroto, conforme a su costumbre. Entonces, el Señor -ante quien la muerte retrocede, espantada- tomó la mano de la niña y le levantó, viva. El llanto cede su lugar a la alegría. Las flautas truecan su canto; la vida se manifiesta. ¡La resurrección ha entrado en esa casa!
Pero, preguntémonos: ¿Por qué Jairo le abre las puertas de su casa al Señor? ¿Por causa del Señor, por reconocer quién era Él, por acogerle, para adorarle, para amarle? ¡No! Fue porque Jairo tenía una necesidad. ¡Una tremenda necesidad!
El Señor, que es amor puro, que es el amor más excelente, oyó el grito de angustia de este hombre, y le concedió lo que pedía. ¡Sin embargo, no nos engañemos! ¡Jairo no tenía la mejor de las motivaciones! Algunos hemos recibido al Señor como Jairo. Hemos invitado al Señor para que nos solucione un gran problema: tal vez una grave enfermedad, un hijo rebelde, una asfixiante bancarrota, un matrimonio en ruinas. El Señor ha llegado a ser para nosotros un solucionador de problemas, una especie de mago feliz que convierte en realidad nuestros sueños.
¡No es esta la mejor motivación para recibirle! Si fue así con nosotros en un principio, es preciso que eso cambie definitivamente.
2. Simón el fariseo (Lucas 7:36-50)
Los fariseos eran gente muy religiosa, pero la suya era una religiosidad basada en la apariencia. Ellos fueron objeto de graves acusaciones por parte del Señor. Sin embargo, Él también aceptó invitaciones de algunos de ellos. ¿Cómo podría ser otra manera? Su amor infinito no conocía fronteras, su gracia insondable no tenía prejuicios.
Simón era un fariseo. Este rogó al Señor que comiese con él. Invitó también a sus amigos. Fue una gran ocasión aquella. El ambiente era selecto. Todo estaba en orden. La conversación fluía grata. ¡Valía la pena tener a este Hombre en casa!
Sin embargo, algo insólito ocurre de pronto. Algo que rompe el decoro: ¡Una mujerzuela ha entrado furtivamente y se ha echado a los pies de Jesús! La mujer llora, y sus lágrimas ruedan sobre los pies del Señor. Luego, ella seca los pies con sus cabellos, los perfuma y los besa.
El fariseo está espantado. El ha invitado a Jesús, pero no a esa mujer. El quiere sólo a Jesús (es famoso), pero no a quienes vienen a su casa por causa de Jesús (¡es gente ordinaria!). Simón juzga al Señor en sus pensamientos. El Señor, entonces, interrumpe a Simón, para decirle que esa mujer hizo mejor que lo que hizo él. Que esa mujer le ha amado más que él, por cuanto sus muchos pecados le fueron perdonados.
Los pensamientos de Simón le delatan. En realidad, él no invitó a Jesús porque creyera que es el Hijo de Dios, sino para probarle si era de verdad un profeta. Además, él no estaba de acuerdo en recibir en su casa a personas como esa mujer.
La forma como Simón recibió al Señor refleja también como le hemos recibido algunos de nosotros. El hogar de Simón no fue acogedor para Él; fue frío y hostil. Mientras todo estuvo según el orden establecido, todo estuvo bien. Pero ¿y después?
Nuestro corazón es, a veces, tan estrecho como el de Simón. No amamos al Señor, y más encima juzgamos a quienes le aman, especialmente si no son de nuestro agrado. En nuestro corazón no caben todos los hijos de Dios, sino sólo aquellos que componen nuestro pequeño círculo.
3. Zaqueo. (Lucas 19:1-10)
Distinto, muy distinto, es el caso de Zaqueo. Este pequeño hombre ansiaba conocer a Jesús. Cuando el Señor le vio sobre el árbol, le ordena que baje. No pregunta, sino ordena. Esto es lo primero que llama la atención aquí.
El episodio de Zaqueo nos muestra mejor que ningún otro el señorío de Cristo. El quiere posar en su casa, y Él debe ser recibido. La presencia del Señor provoca tal gozo en Zaqueo, que él, espontáneamente, se pone en pie para anunciar que da la mitad de sus bienes a los pobres, y devuelve cuadruplicado lo que haya defraudado a alguno.
El Señor, entonces dice: «Hoy ha venido la salvación a esta casa». Es que la salvación va acompañada con cosas como esas: arrepentimiento, y frutos dignos de ese arrepentimiento.
Cuando Jesús es recibido como Señor, las cosas comienzan a cambiar rápidamente: el hombre cambia, la familia cambia, las prioridades se alteran. ¡Ha llegado el Señor!
Cuando, en cambio, es recibido sólo como un Apoyo-para-mi-vida, un Médico-de-Cabecera, o como un Seguro-contra-incendios, la cosa queda muy desfigurada. El Señor pasa a ser sólo un talismán, un curalotodo, un mero sirviente.
Zaqueo nos enseña cómo se debe recibir al Señor en la casa. Cómo, con qué gozo, con qué prontitud, se ha de aceptar el señorío de Cristo.
4. Marta y María (Juan 12:1-3)
En casa de Lázaro, sus dos hermanas sirven al Señor. El Señor y Amigo ha sacado a Lázaro del sepulcro, lo ha levantado de la muerte, ¿cómo no amarle más aún que antes?
Las hermanas están cada una en lo suyo. Marta, la que ayer se afanaba y turbaba sirviendo, hoy sirve otra vez; María, la que ayer se postraba a sus pies para oír su palabra (Luc.10:38-42), ahora le adora, ungiéndole los pies con ese exquisito perfume de nardo puro.
Marta le ama con su lenguaje, con el idioma de las acciones y los hechos; ella es la ama de casa, que se preocupa de los detalles prácticos, de que todos estén bien atendidos. María le ama, en cambio, con la dulzura del amor contemplativo. Su alma se derrama delante de Él en cada gota de ese perfume. Toda la casa lo sabe, porque se llena de ese suave olor. Y aunque los discípulos no la entienden, el Señor la entiende, y la alaba. ¡Oh, bienaventuranza la de esa mujer!
La casa de Lázaro es feliz porque está el Señor. Lázaro es feliz porque está sentado a la mesa con el Señor. Sus hermanas son felices porque aman al Señor. Todo es perfecto allí.
El hogar de todos aquellos que Él sacó de la muerte debiera ser eso. Un lugar donde se ama al Señor, donde se le sirve y se le adora. Porque la diferencia entre la muerte y la vida es demasiado grande como para olvidarlo.
Un hogar donde están (por así decirlo) estos tres hermanos en lo suyo. Lázaro a la mesa con Él, María, la diaconisa, sirviéndole, María, la profetisa, adorándole a sus pies. Sin embargo, nuestra experiencia suele ser muy distinta.
Una alegoría contemporánea
Es una casa cualquiera, de una ciudad cualquiera, en un país cualquiera. El papá está sentado en el living viendo un partido de fútbol. De pronto, alguien toca a la puerta. Papá no oye (o no quiere oír). Tocan de nuevo. El papá se mueve, inquieto.
Al tercer golpe, se levanta, contrariado. Abre. Lo que ve le llena de asombro.
– ¡Es el Señor! –exclama–. ¡Adelante! ¡Por favor, pasa, toma asiento!
El Señor intenta iniciar un diálogo, pero el papá no deja de ver televisión. Las jugadas se suceden rápidas. No hay respiro ni para los jugadores, ni para el árbitro, ni para papá. El Señor espera. Papá grita un gol. El Señor intenta decir algo. Papá le pide que, por favor, calle, que luego lo atenderá.
El Señor intenta hablar de nuevo, ahora parece que es para disculparse, e irse. Pero papá no ha captado la intención. Así que le dice, de nuevo, que, por favor, sí, por favor, que calle. (Eso equivale a ponerle una mordaza. El Señor lo está cuando nos negamos a oírle, cuando mantenemos cerrado el Libro por semanas y meses, cuando pensamos que la predicación en la iglesia es para otro, no para nosotros. O bien cuando leemos el Libro como si fuera un matutino.)
Para no seguir molestando, el Señor pide permiso y se dirige a la cocina. Papá no se da cuenta, porque justo en eso marcan un penal. En la cocina está mamá cantando una canción de la radio. La canción es alegre, y también rítmica. Las manos cocinan al compás del frenético ritmo. Por momentos, su cuerpo también acompaña. El Señor le habla quedo (su voz al corazón del creyente lo es). Insiste un poco más fuerte. No logra hacerse oír.
El Señor se aleja. Sube las escaleras. El simplemente busca alguien con quien compartir. Golpea la primera puerta. Es la pieza del hijo mayor. Luego de escuchar un «¡Adelante!», se asoma lentamente. ¡Hola! – Le dicen desde adentro. – ¡Pasa!
Pero luego de mirarle (tan rápido), el joven vuelve la mirada a la pantalla del computador. En realidad no le ha reconocido. Piensa que es su amigo del Colegio. Así que le comenta lo que va viendo. Está como hipnotizado. Las imágenes, delgadas siluetas, seductoras, atractivas, se deslizan fugazmente. El joven está como enloquecido.
El Señor se levanta y sale. El hijo no se da cuenta que se ha ido. Y tampoco le importa, en realidad. El Señor camina por el pasillo hacia la segunda puerta. Es la pieza de la hija. Golpea. Nadie contesta. El Señor golpea de nuevo, y se oye un «¡adelante!» muy despacio.
Entra suavemente. Ella está acostada, dormitando. Apenas ha entreabierto los ojos y se vuelve hacia el rincón. El Señor echa una mirada a la pieza. Las paredes están tapizadas de posters, y fotos gigantes. Cantantes de moda (rostros infernales, gestos grotescos, fuegos dantescos), actores de cine y televisión (torsos desnudos, actitudes procaces). En un rincón, todo tipo de fetiches, animales, dragones (en segunda y tercera dimensión). El Señor sale del cuarto. Baja las escaleras. En el living, el partido ha terminado. El papá se sorprende al verlo todavía por ahí. Pensaba que se había ido.
La madre sale de la cocina, anunciando que la cena está lista. Ve al Señor, se sorprende, y también se alegra. Le pide que se quede a cenar con ellos. El Señor acepta. La madre llama a los hijos. Ellos bajan a comer. En la mesa, la conversación se desarrolla desganada, casi incoherente. Cada uno parece estar imponiendo su propio tema, sin lograrlo.
El padre trata de reunir las cosas. – Hablemos de la última reunión–, dice.
Pero ellos no se ponen de acuerdo. La conversación (si es que se le puede llamar así) sube de tono. De pronto, ya es discusión. Desde un extremo al otro de la mesa se cruzan las palabras violentas. Hay descalificaciones y lágrimas. Alguien se para de la mesa. Se oye un portazo.
El Señor trata de decir algo, pero sólo se escuchan las mutuas recriminaciones de los que quedan. El Señor se levanta (nadie se da cuenta); camina despacio hacia la puerta (nadie lo ve); y se va (nadie lo echa de menos).
Un privilegio mayor que el de los antiguos
«El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él. Le dijo Judas (no el Iscariote): Señor, ¿cómo es que te manifestarás a nosotros, y no al mundo? respondió Jesús y le dijo: El que me ama, mi palabra guardará; y mi padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él.» (Juan 14:21-23).
Abraham, Gedeón y los padres de Sansón recibieron la visita del Señor por unos momentos, una visita que llenó de gozo y, a la vez, de temor sus corazones; Jairo, Simón, Zaqueo, Marta y María recibieron al Señor en sus casas con diferente actitud, pero le tuvieron por algunas horas. ¡Qué privilegio! Sin embargo, el privilegio nuestro es aún mayor. Nosotros los cristianos no hemos recibido al Señor como una visita, sino como un Morador permanente. Él dijo, incluyendo al Padre: «Haremos morada con él».
Al finalizar el versículo 21 dice: «Y me manifestaré a él», lo cual nos hace recordar las visitas esporádicas del Antiguo Testamento. Pero luego agrega: «Y haremos morada con él» (v. 23). Lo cual nos asegura una habitación permanente.
¿Cómo le tiene usted? ¿Cómo uno que se le manifiesta de tarde en tarde? ¿Como una visita que (como suele decirse) alegra cuando llega, pero más cuando se va? ¿O es en su corazón un Morador permanente, que se sabe acogido y amado allí?
Una amorosa invitación
«He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo» (Apoc. 3:20).
Pareciera difícil llegar a pensar que el Señor pueda estar entrando y saliendo del corazón de un creyente. Pero estas palabras de Apocalipsis nos demuestran que eso es posible.
La alegoría anterior, aunque llevada al extremo de una caricatura, no es menos posible. El Señor no puede habitar en una casa (y en un corazón) donde no es acogido, donde no se le valora por lo que Él es. El amoroso corazón del Señor espera por sus amados.
¿Acaso no nos ha hablado muchas veces así? Y entonces sus palabras suelen ser tristes (aunque dulces), como las que consigna el Espíritu Santo en el Cantar de los Cantares: «Ábreme, hermana mía, amiga mía, paloma mía, perfecta mía, porque mi cabeza está llena de rocío, mis cabellos de las gotas de la noche» (5:2).
Sin embargo, las nuestras han sido muchas veces como las de la sulamita: «Me he desnudado de mi ropa; ¿cómo me he de vestir? He lavado mis pies; ¿cómo los he de ensuciar?» (5:3). Palabras que expresan la comodidad y la modorra de quien se siente satisfecho y feliz, pero que ha olvidado cuál era su antigua condición. Palabras de quien no ama lo suficiente a Quien le ama tanto. Ella ahora ya no se molesta por él. Está acostada, limpia, vaporosa. Él en cambio, está salpicado por las gotas de rocío. Aun su calzado está cubierto de lodo.
El Señor dice en Apocalipsis: «Si alguno oye mi voz…». Es que Él ya ha perdido la esperanza de hacerse oír. Las muchas voces que los hijos de Dios oyen en el mundo les han vuelto sordos a la voz del Pastor. Parecen palabras de otra época, desconocidas e irreales, las palabras del buen Pastor: «Mis ovejas oyen mi voz y me siguen». Ahora se cambiaron por: «Si alguno oye mi voz».
¿Qué de nosotros?
Los labradores malvados (los judíos en tiempos de Jesús) echaron fuera de la viña al Señor Jesús, y le mataron. Simple. Categórico. Trágico.
Los nuevos labradores de la viña, ¿qué han hecho con Él? ¿Le amordazan, le encadenan? ¿Le zahieren, le ofenden? ¿Le postergan, le ignoran? ¿Le han echado del cálido lugar que alguna vez ocupó en su corazón? ¿Está afuera, a la intemperie? ¿O bien adentro, pero arrinconado, en el desván? Cuando se escriba la segunda parte de esta parábola, ¿qué se dirá de estos labradores? ¿Qué se dirá de nosotros? ¿Qué será de nosotros entonces?