De todas las obras portentosas de Dios, tal vez la más gloriosa sea la del nuevo nacimiento.
Una víctima de la guerra
Después de la batalla de Pittsburg Landing estaba yo en el hospital cuando me dijeron que un hombre en la enfermería deseaba verme. Fui a verle y me pidió que le ayudara a bien morir. Yo le dije: «Si pudiera, le tomaría a usted en mis brazos y le llevaría al reino de Dios, pero no puedo hacerlo. Yo no puedo ayudarlo a usted a bien morir.» El dijo: «¿Quién puede, entonces?» Contesté: «El Señor Jesucristo puede, Él vino para eso.» Movió la cabeza y dijo: «Él no me puede salvar; pues yo he pecado toda mi vida.» Yo dije: «Pero Él ha venido para salvar a los pecadores».
Luego oré dos o tres veces y repetí todas las promesas que pude; pues era evidente que sólo le quedaban pocas horas de vida. Le dije que leería la conversación que tuvo Cristo con un hombre ansioso por la salvación de su alma. Busqué Juan capítulo 3. Sus ojos estaban fijos en mí, y cuando llegué a los versículos 14 y 15 se fijó en las palabras: «Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.» Allí me detuvo y dijo: «¿Está eso ahí?» Repliqué: «Sí, señor».
Me pidió que lo leyese otra vez, y así lo hice. Apoyó sus codos en el catre, y juntando las manos, dijo: «Eso es bueno; ¿querrá usted leerlo otra vez? Lo leí por tercera vez, y después seguí leyendo el resto del capítulo. Cuando concluí, sus ojos estaban cerrados y su rostro se iluminaba con una sonrisa. ¡Qué cambio se había operado en él! Vi que sus labios se movían, e inclinándome sobre él, oí un débil murmullo mientras repetía el pasaje. Abrió luego los ojos y dijo: «Eso es bastante, no lea usted más.» Vivió algunas horas más, descansando su alma en esos dos versículos».
Contado por D. L. Moody en El camino hacia Dios.
El africano que se fumó el Nuevo Testamento
Cierta vez se hallaba un misionero en una calle de una ciudad africana con un Nuevo Testamento en la mano. Un africano se le acercó y le preguntó si le podía dar aquel librito. El misionero estaba dispuesto a hacerlo, pero quiso saber por qué lo quería. «Porque sus páginas tienen la medida perfecta para liar cigarrillos» confesó el hombre. Impresionado por la honestidad del hombre, el misionero decidió plantearle un desafío: «Le daré el libro si me promete leer cada página antes de usarla para liar un cigarrillo». El africano aceptó el reto y recibió el Nuevo Testamento.
Quince años más tarde el misionero fue a unos cultos de evangelización donde iba a predicar un evangelista negro. Cuando el evangelista vio al misionero, se le acercó, y le preguntó: «¿No se acuerda usted de mí?». «No», respondió el misionero, «¿Nos hemos visto antes?». «Sí, hace quince años usted me dio un Nuevo Testamento y me hizo prometer que leería cada una de sus páginas antes de usarlas para liar cigarrillos. Me llevó desde el evangelio de Mateo hasta Juan capítulo 13 antes de dejar de fumarme la Palabra y empezar a predicarla. Aquél Nuevo Testamento es la razón por la que estoy predicando aquí esta noche».
José L. Martínez, en 503 Ilustraciones Escogidas.
La conversión de un oficial ruso
Un sacerdote ortodoxo amigo mío, me llamó un día para que atendiera a un oficial ruso a quien él no podía atender porque no hablaba su idioma. El hombre vino a verme al día siguiente. El amaba a Dios a pesar de no tener ni el más elemental conocimiento de Él.
Comencé a leerle el Sermón de la Montaña y las parábolas de Jesús. Después de escucharlas, en un arranque de alegría, se puso a danzar por todo el cuarto, exclamando: «¡Qué maravillosa belleza! ¡Cómo pude vivir sin saber nada de este Cristo!». Fue la primera vez que veía a alguien tan cautivado por la persona de Cristo. Fue entonces que cometí un error. Le leí acerca de la pasión y crucifixión de Jesús, sin haberlo preparado para ello. El no lo esperaba, pues al oír la lectura cayó en un sillón y comenzó a llorar amargamente. ¡Había creído en un Salvador y ahora su Salvador estaba muerto!
Al observarle, me sentí avergonzado de llamarme cristiano y pastor, de ser un maestro para los demás y, sin embargo, jamás haber compartido los sufrimientos de Cristo en la forma que este oficial ruso ahora los compartía. Luego le leí la historia de la resurrección. El no sabía que su Salvador había resucitado de la tumba. Cuando escuchó estas maravillosas nuevas, golpeó sus rodillas profiriendo una palabra bastante grosera, aunque en ese momento la consideré aceptable, y aun quizás «santa». Era su cruda manera de expresarse. Nuevamente se regocijaba, gritando de alegría: «¡Él vive! ¡Él vive!», y danzaba, dominado por la felicidad.
«Oremos», le dije, pero él no sabía orar, a nuestra manera por lo menos. Cayó de rodillas junto a mí, y las palabras que brotaron de sus labios fueron: «¡Oh, Dios, qué magnífico eres, Si tú fueras yo y yo fuese tú, nunca te habría perdonado tus pecados. Eres en realidad magnífico y yo te amo de todo corazón!».
Richard Wurmbrand, en Torturado por Cristo.
Una joven asesina, perdonada
Susan Atkins, joven norteamericana, fue declarada culpable de siete cargos de homicidio en primer grado, y sentenciada a morir en la cámara de gas. Sin embargo, poco antes de cumplirse esta sentencia, la pena le fue conmutada por la de cadena perpetua.
Ella había pertenecido a la pandilla de Charles Manson, criminal norteamericano que, entre otros, había asesinado a la actriz Sharon Tate. La primera semana que Susan estuvo en la prisión le llegó una Biblia por correo, pero ella la puso a un lado, sin ni siquiera mirarla por más de un año. Entre tanto, y sin que lo supiera, un gran número de personas oraban por ella. Recibió varias cartas de extraños, en las cuales le hablaban del amor misericordioso de Dios.
Un día tomó la Biblia del anaquel de su pequeña celda, le quitó el polvo y se sentó a leer. No sabía casi nada de la Biblia, así que empezó a leer desde la primera página. Fue una lectura difícil, pero ella estaba decidida a averiguar cuál era el significado de la Biblia. Leyó con mucho interés, pero no fue hasta que llegó al último libro cuando descubrió cómo podía lograr el perdón de sus pecados. En el Apocalipsis se encontró con las palabras del Señor Jesucristo que sentía que le decía especialmente a ella: «Yo reprendo y castigo a todos los que amo; sé, pues, celoso y arrepiéntete».
Hizo una pausa para dejar que las palabras penetraran en su conciencia. ¿Sería posible que se encontrara en prisión, no sólo porque fuera asesina, sino porque Dios la amaba y esperaba que se arrepintiera? Siguió leyendo: «He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo».
Con las lágrimas rodándole por las mejillas, bajó de su catre, en su solitaria celda de prisión, y se arrodilló en el piso de cemento. El Hijo de Dios tocaba a la puerta de su corazón, pidiendo que lo dejara entrar. A pesar de que ella era una asesina, Él estaba esperando que se arrepintiera y que le pidiera su perdón.
Ella, entonces, lo hizo, y elevó una sencilla oración: «Entra, Señor Jesús, y toma control de mi vida». Susan Atkins está aún en prisión, pero ahora es una mujer libre.
Jamie Buckingham, en Fuerza para Vivir.