¿Por qué Jesús exclamó en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?». ¿No era acaso Jesús el Hijo de Dios? ¿Por qué su Padre le abandona allí? ¿Cuál es el misterio que encierran estas patéticas palabras?
El Señor Jesús es, sin duda, el ser más perfecto que ha pisado la tierra. Nunca hizo maldad ni hubo engaño en su boca. Por eso mismo, Él dijo que el Padre nunca le dejaba solo, porque Él hacía siempre lo que le agradaba.
¿Cómo podría haber sido de otra forma? Su carácter dócil y reverente ante el Padre, ¿no era perfecto? Su sometimiento constante a la voluntad de Dios le permitía disfrutar de su agradable comunión siempre. La mano del Padre le tocaba para alentarle y defenderle en todo momento. ¡Qué intimidad más plena disfrutaba con su Padre!
Sin embargo, usted sabe que cuando el Señor Jesús estaba en la cruz, clamó a gran voz diciendo: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?». ¡Qué extraña expresión fue ésta en sus labios! ¡Y, aún más, parece contradictoria con lo que venimos diciendo. ¿Cómo podía el Padre desampararle, si lo único que puede separar a un hombre de Dios es el pecado, y el Señor Jesús no conoció pecado? Es este un grito desgarrador, una expresión incontenible que surge de las entrañas del Moribundo. Era el día del desamparo y de la angustia.
Para nosotros, los hijos de Dios, es casi normal perder la comunión con nuestro Padre por causa del pecado, pero para Él no. Él nunca estuvo lejos, nunca se descarrió, jamás dio motivos para ser dejado solo, por eso esas palabras de la cruz resultan extrañas, casi absurdas. Sin embargo, ellas tienen una explicación, como todo lo que hace Dios.
¿Qué pasó, entonces, con aquella unión anterior tan férrea entre Padre e Hijo? Por favor, les ruego que no busquen la causa en Dios, como si hubiese traicionado al Hijo, dejándole solo en la hora más difícil. No busquen, tampoco, la explicación en el Hijo, como si hubiese dejado de agradar al Padre.
Más bien busquémosla en nosotros, los pecadores, cuyos pecados Él llevaba en ese momento. El profeta Isaías lo dice muy bien: «Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros».
Como bien dice un siervo de Dios: «Sus heridas fueron más profundas que los largos clavos de los romanos. Su trituración fue más pesada que el peso de la cruz. Su castigo, más severo que la muerte por crucifixión. La verdadera angustia de su sufrimiento se expresa en el versículo: «Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros».
Todos nuestros pecados, y los de todo el mundo pesaban en ese momento sobre sus hombros. Sí, las más viles acciones, las iniquidades mayores, los pecados más horrendos. Por eso el Padre le dejó solo. Fueron nuestros pecados los que le separaron de Dios. ¡Oh qué locura! ¡Oh, qué injusticia la que se le hizo! ¡El justo por los injustos! Como también dice el profeta: «Sin defensa ni juicio se lo llevaron, y ¿quién se preocupó de su suerte?» (Is. 53:8).
Los cielos se conmovieron, la tierra se oscureció y los sepulcros se abrieron. Toda la creación de Dios detuvo el respiro en ese momento sublime. «Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores … él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados».
Esta es la escena más conmovedora y más grande de la historia de la humanidad, porque ese día quedó sellada en la cruz la salvación de todos los que creen en Él.
No hay otro sacrificio que sirva para limpiar los pecados. No hay otra forma que permita al hombre presentarse limpio delante de Dios. Sólo el Hijo de Dios, que no cometió pecado, podía salvar a los pecadores por medio de su muerte.
Si usted cree que Jesús murió por usted, y recibe el perdón que es por Su Sangre, será salvo, y Dios le recibirá como su hijo. Hágalo ahora mismo.