El fundamento de la obra de Dios no es una doctrina, sino la revelación de una Persona.
¿Cuál es la firme base sobre la cual Dios levanta su obra? Hay tres episodios en el Nuevo Testamento, asociados con el apóstol Pedro, que responden estas preguntas.
La confesión de Cesarea
El Señor Jesús y los discípulos se han retirado a Cesarea de Filipo buscando reposo. En esa intimidad, el Señor les pregunta quién dicen los hombres que es Él. Los discípulos le dicen que todos le asocian con alguno de los profetas. Entonces el Señor les pregunta a ellos lo mismo. Pedro dice: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente». El Señor entonces replica: «Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt. 16:16-17).
Al intervenir Dios aquí, deja claramente establecido quién es Jesús y cómo puede ser realmente conocido: Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios viviente; y la única manera como puede ser conocido es por revelación del Padre que está en los cielos. Las gentes tenían opiniones diversas acerca de Él, pero ninguna de ellas era correcta. Como el Señor no podía dar testimonio de sí mismo, el Padre lo hace.
Las respuestas de los hombres quedaron muy por debajo de la maravillosa realidad de Jesús. El es el Cristo, es decir, el Ungido, el Amado de Dios, en quien el Padre ha querido reunir todas las cosas. Y también es el Hijo de Dios, el Unigénito que estaba en el seno del Padre y que le dio a conocer.
Este es el fundamento de toda la presente obra de Dios. Ésta no se basa en un conocimiento bíblico, doctrinal o teológico de Cristo, sino en una revelación interior. Revelación que es, a su vez, el punto de partida de una relación vital con el Señor Jesucristo.
Pudiera suceder que alguien tenga el más alto conocimiento histórico-doctrinal de Jesús, y que se haya criado en el seno de una familia cristiana, y que interactúe regularmente con otros creyentes; pudiera ser que alguien lea literatura cristiana, cante canciones cristianas y aun se alegre en las reuniones de los cristianos, pero que, aún así, no conozca verdaderamente a Jesucristo. Tal persona tiene un conocimiento exterior de Cristo, pero no un conocimiento interior. Su relación con Cristo es similar a la que tenían los judíos con Dios bajo la ley, una relación lejana, externa, basada en un conocimiento mental de los mandamientos. Su conocimiento estaba mediatizado por la letra de la ley, en tanto que su relación estaba mediatizada por los sacerdotes, los únicos que se podían acercar a Dios. Los judíos no tenían una relación vital con Dios. Así ocurre hoy con quienes no conocen a Jesús por una revelación de Dios.
La obra de Dios se basa, pues, en una revelación y no en una información. Esta revelación es absolutamente personal. Cada cristiano, para serlo, debe de haber oído al Padre dar testimonio a su corazón respecto de quién es Jesús.
La confesión de Pedro aparece nuevamente en Juan 6:69, en circunstancias cuando muchos discípulos decidían volverse atrás. El Señor pregunta a los doce si ellos también querían irse. Entonces Pedro le dice: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente». En el día cuando otros desisten, los creyentes –favorecidos con este conocimiento interior– continúan siguiendo a Jesús.
Juan da a conocer, al final del evangelio que lleva su nombre, la importancia que tiene esta revelación de Jesucristo. Dice que el evangelio fue escrito «para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre» (20:31).
Esta es la razón de ser del evangelio de Juan y aun de toda la Escritura: que los hombres crean correctamente, para que creyendo, tengan vida en su nombre.
En su Primera Epístola, el mismo apóstol Juan da a conocer los tremendos alcances que tiene esta fe. Él dice que todo el que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios; y que todo el que cree que Jesús es el Hijo de Dios, vence al mundo (1ª Juan 5:1, 5). Esta fe que permite conocer a Jesús como el Cristo y como el Hijo del Dios viviente, es plenamente eficaz, porque regenera las vidas y otorga la victoria sobre el mundo.
La interrupción en el monte
El Señor lleva a Pedro, Juan y Jacobo al monte, y allí se transfigura delante de ellos. Entonces aparecen junto a Él Moisés y Elías. Pedro, entonces propone la idea de hacer tres enramadas, una para Jesús, otra para Moisés y otra para Elías.
En ese momento, una voz desde la nube dice: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia, a él oíd» (Mt. 17:5). Al oír esto, los discípulos cayeron a tierra, llenos de temor. El Padre interviene desde el cielo para hacer callar a Pedro, y poner las cosas en su lugar. Moisés (que representa a la ley) y Elías (que representa a los profetas) eran hasta Juan (Lc. 16:16), pero desde entonces, sólo una voz debe oírse, la voz del Hijo de Dios.
Al igual que en el episodio anterior, hay profetas mencionados, pero Dios desecha a los tales, en vista de la Persona más excelente que ha sido introducida en escena. Moisés y Elías tienen su lugar, como asimismo la ley y los profetas. Sin embargo, el lugar de ellos es infinitamente menor que el del Señor Jesús, el Hijo amado, en quien el Padre tiene complacencia.
Creer que Jesús es un profeta, no es suficiente; creer que Jesús puede ser rebajado a la altura de Moisés y Elías, no es correcto; es preciso creer lo que él es en su preciosa persona: el Cristo de Dios, y el Hijo de Dios. Este conocimiento, esta revelación, son las cosas que se han escondido a los sabios y a los entendidos y se han revelado a los niños (Mt. 11:25). ¿Quién es para usted Jesús de Nazaret?
El testimonio ante el concilio
Luego de la ascensión del Señor Jesucristo, y luego de la sanidad del cojo en el pórtico La Hermosa, Pedro es llevado ante el concilio. Allí él da testimonio diciendo: «Jesucristo de Nazaret .. a quien Dios resucitó de los muertos … Este Jesús es la piedra reprobada por vosotros los edificadores, la cual ha venido a ser cabeza del ángulo» (Hech. 4:10-11).
Primeramente, Pedro da testimonio de la resurrección de Jesucristo. Afirma –contra lo que las autoridades habían estado diciendo– que Jesús había resucitado de entre los muertos. ¿Cómo podría ser Jesús el fundamento de la obra de Dios si hubiese sido derrotado por la muerte? Si Cristo no resucitó, entonces la fe en él es vana (1ª Cor. 15:17).
Luego, Pedro da testimonio acerca de quién es Jesús. Dice que Él es la piedra del ángulo, reprobada por los edificadores. La piedra del ángulo es la piedra principal en una edificación. Esta idea la desarrolla más ampliamente en su Primera Epístola, al decir: «Acercándoos a él, piedra viva, desechada ciertamente por los hombres, mas para Dios escogida y preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo» (1ª Ped. 2:4-5).
Quien habla aquí es Pedro, una piedra, y su enseñanza involucra a todos los creyentes –otras piedras– para ser edificados sobre la Piedra angular, escogida y preciosa.
Los «edificadores», los hombres, le han rechazado. ¡Pero Dios le ha aprobado! Por tanto, el edificio tiene buen fundamento.
Las palabras del Señor a Pedro en Cesarea tienen, entonces, mucho sentido: «Y yo también te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella» (Mt. 16:18).
La roca no es Pedro, sino Cristo. Así nos lo dice el mismo Pedro en el pasaje recién citado. Y la roca no es sólo Cristo exaltado arriba, a la diestra del Padre, sino Cristo dado a conocer soberanamente por el Padre en la tierra a quien lo quiera revelar. Y sabemos que no es a los sabios ni a los entendidos, sino a los niños, a quienes lo revela.
Pablo confirma esto en su Primera Epístola a los corintios, en un momento en que ellos estaban mirando a los hombres para dividir el Cuerpo de Cristo. Unos tenían un especial reconocimiento por Pablo, otros por Pedro y otros por Apolos. Entonces Pablo dice que tanto él, como Pedro y Apolos, son sólo colaboradores de Dios, pero que sólo Cristo es el fundamento de la iglesia: «Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo» (3:11).
La obra de Dios sólo encuentra una base lo suficientemente sólida en Jesús, el Cristo, el Hijo del Dios viviente. No hay nombre de hombre, ni edificación humana, ni doctrina por muy ortodoxa que parezca, que sea un digno fundamento de la edificación de Dios.
¿Cuál es nuestro fundamento? Quiera Dios, en su gracia, concedernos a todos los que tenemos el nombre del Señor Jesús en nuestros labios y corazón, una revelación cada vez mayor de su gloriosa persona y de su magnífica obra.