Nuestra vocación primordial no es el ministerio al mundo, ni a la iglesia, sino el ministerio al Señor.
Y matarás el carnero, y tomarás de su sangre y la pondrás sobre el lóbulo de la oreja derecha de Aarón, sobre el lóbulo de la oreja de sus hijos, sobre el dedo pulgar de las manos derechas de ellos, y sobre el dedo pulgar de los pies derechos de ellos, y rociarás la sangre sobre el altar alrededor».
– Éx. 29:20.
El oído tocado por la sangre
Este pasaje menciona la consagración de Aarón y de sus hijos, y la colocación de la sangre sobre el lóbulo de su oreja derecha – el oído consagrado por medio de la sangre. La sangre, como sabemos, tuvo siempre el significado de discriminación y de separación; todo aquello sobre lo cual fuese rociada la sangre era apartado para el Señor, consagrado a él. La sangre estaba puesta en medio, sellando el final de todo un régimen y haciendo provisión para un orden de cosas enteramente nuevo.
Casi no es necesario ilustrar esto desde la Escritura, porque los ejemplos abundan. La ilustración excepcional del Antiguo Testamento es la sangre del cordero rociada en los postes y en el dintel de la puerta en las casas de los hebreos en Egipto. Por esa sangre, ellos fueron marcados como separados de los egipcios y como un pueblo con un futuro y una historia totalmente nuevos.
La sangre hizo separación y puso el fundamento para algo en absoluto diferente. A partir de esa Pascua, ellos fueron constituidos pueblo de Dios de una forma inédita. Tal es el principio de la sangre, que señala la separación de un sistema y abre paso a otro.
Ahora aquí, en el sacerdocio, vemos esto enfatizado muy fuertemente. La sangre del carnero de la consagración, puesta sobre la oreja, significaba sencillamente que la sangre iba a enfrentar, a probar y a juzgar cada presentación a la mente a través del oído.
La sangre revisaría todo que viene a la vida interior a través del oído, en cuanto a su procedencia y a su naturaleza misma. La sangre juzgaría y diría: «Eso no es de Dios; eso no concuerda con el pensamiento del Señor; eso pertenece a la vieja creación que está en alianza con el pecado; eso proviene de la fuente original donde Satanás habló al oído». De este modo, la sangre juzgaría todo, condenando aquello que no era de Dios, y manteniendo el camino abierto para el Señor – una lección muy simple, pero de gran alcance. El Señor Jesús dijo: «Mirad lo que oís» (Mar. 4:24).
El sacerdocio aquí representa al hombre espiritual, aquel que está consagrado, a entera disposición del Señor. El hombre espiritual será muy cuidadoso con aquello que él se permita oír, lo que él permita que entre en su mente y venga a ser parte de su vida interior a través de su oído. Él no va a oír todo, sino que juzgará lo que oye y rechazará gran parte de aquello.
Ahora, esto puede aplicarse a un sinnúmero de cosas que no sería prudente tratar de catalogar. Podemos provocar un daño indescriptible a nuestra propia vida espiritual y obstaculizar que el Señor pueda hablarnos, si prestamos oído a aquello que no proviene del Señor o que sea contrario a él.
El enemigo ha ganado poder para su reino a través del oído del mundo; él tiene gran control sobre los hombres a través de la línea de la audiencia. Él utiliza muchas cosas – como ciertos tipos de música o diversas formas de expresión oral.
El siervo consagrado del Señor no admite esa clase de cosas voluntariamente. Nosotros estamos en este mundo y no podemos evitar oír muchas cosas que no desearíamos oír; pero lo importante no reside en los sonidos que nos rodean y llegan a nuestro oído físico, sino nuestra reacción, si consentimos a aquello que oímos. ¿Lo juzgamos e interiormente nos rebelamos contra ello y lo rechazamos, o le prestamos oído?
Pienso que esto puede aplicarse especialmente a aquello que nos permitimos oír acerca de las personas. El chisme y la crítica suelen provocar un daño incalculable. Ahora, no tiene sentido tener labios para hablar si no hay oídos para oír, y a veces el sello para los labios necios e incontrolados nace de una negativa a escuchar.
El sacerdote está llamado a negarse a oír todo un ámbito de cosas, para juzgarlo y decir: «No quiero oír eso; no lo escucho, no lo acepto». Cuán terrible porción de desastres existe hoy aun entre los verdaderos hijos de Dios, como consecuencia de rumores, conversaciones, informes o interpretaciones dadas a las cosas. ¡Y cuán susceptibles somos a esa clase de hechos!
Bueno, esta oreja tocada con la sangre, el oído consagrado, transmite una lección fundamental. Por una parte, rehúsa aceptar y permitir pasar a la vida interior un mundo entero de cosas.
El oído ungido por el Espíritu
Luego tenemos la otra parte – la oreja ungida con aceite. Ambas cosas son consideradas en el caso del leproso purificado en Levítico capítulo 14. «Y el sacerdote tomará de la sangre de la víctima por la culpa, y la pondrá el sacerdote sobre el lóbulo de la oreja derecha del que se purifica, sobre el pulgar de su mano derecha y sobre el pulgar de su pie derecho … Y de lo que quedare del aceite que tiene en su mano, pondrá el sacerdote sobre el lóbulo de la oreja derecha del que se purifica, sobre el pulgar de su mano derecha y sobre el pulgar de su pie derecho, encima de la sangre del sacrificio por la culpa» (14:14, 17).
En tipología, este es el hombre que es liberado de la vida profana de la carne y está caminando por el Espíritu, en novedad de vida. Él tiene su oreja untada por la sangre – señal de su negación a oír aquello que no es de Dios, y asimismo ungida con aceite – símbolo de su disposición para oír al Señor.
Cuánta pérdida se produce porque muchos siervos del Señor no tienen oído para escucharlo a él, un oído abierto, sensible, atento, vivificado por el Espíritu Santo. El enemigo ha logrado que muchos creyentes permanezcan muy atareados para detenerse a oír al Señor. Nada produce satisfacción, todo decae y pierde su sello; y el enemigo mueve a los obreros a un excesivo afán por la obra, haciendo que ellos no dispongan de ningún tiempo para oír la voz del Señor acerca de las cosas.
Aquellas iglesias al principio del libro de Apocalipsis tenían muchas cosas recomendables, y quizás la mayor sorpresa para algunos de ellos fueron aquellas palabras del Señor: «Ustedes tienen todo un arduo trabajo y paciencia y muchas cosas absolutamente recomendables, pero no tienen oídos para oír al Señor. Aquello no está mal, pero hay cosas mucho más importantes, y ustedes no están oyendo lo que el Espíritu está hablando». «El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias».
Necesitamos un oído abierto al Señor para la corrección, para el ajuste, para conocer más plenamente su pensamiento en relación a todas las cosas.
Tenemos el oído sellado contra un mundo y abierto a otro mundo; un mundo cerrado por la Sangre, otro mundo abierto por el Espíritu, y todo ello se centra en el oído interno, el oído del corazón. Es una cosa muy importante. El Señor nos conceda gracia para ser muy obedientes y vigilantes en esta materia, atendiendo a aquello que oímos, a aquello que nos permitimos recibir, y manteniendo ese lugar en donde, si el Señor desea decir algo, él encuentre nuestro oído no atento a otra cosa sino a escuchar su voz.