Se puede ser una Antioquía hoy, con tal que Cristo sea vivido y expresado, y no un mero conocimiento mental.

Ahora bien, los que habían sido esparcidos a causa de la persecución que hubo con motivo de Esteban, pasaron hasta Fenicia, Chipre y Antioquía, no hablando a nadie la palabra, sino solo a los judíos. Pero había entre ellos unos varones de Chipre y de Cirene, los cuales, cuando entraron en Antioquía, hablaron también a los griegos, anunciando el evangelio del Señor Jesús. Y la mano del Señor estaba con ellos, y gran número creyó y se convirtió al Señor».

– Hech. 11: 19-21.

En este pasaje de las Escrituras, hay  algunos principios divinos, que son inmutables. Por tal razón, nuestra atención  debe estar puesta en ajustar nuestra vida y experiencia a estos principios.

Corrigiendo rumbo

Antioquía  representa una ‘corrección de rumbo’, pues lo que se relata a partir del  versículo 19 tiene como trasfondo la discusión que había en Jerusalén acerca de  la salvación de los gentiles. De alguna manera, en Jerusalén se estaba  perdiendo el rumbo, y lo que ocurre en Antioquía viene a corregir y a confirmar  lo que el Espíritu Santo deseaba para Su obra.

Dios  había convencido a Pedro para que fuese a casa de Cornelio, hubo una dura lucha  en su corazón (Hch. 10: 13-17), pues las tradiciones judaicas estaban contaminando  y paralizando la iglesia en Jerusalén, y él era parte de sea deformidad. Pedro  fue sorprendido por lo que aconteció en casa de Cornelio. El Espíritu Santo  cayó sobre los oyentes cuando él todavía no concluía su mensaje. Y cuando él  regresó a Jerusalén, le pusieron en el banco de los acusados: «¿Por qué has  entrado en casa de hombres incircuncisos, y has comido con ellos?» (Hch.  11: 3).

Ahora bien

«Ahora  bien…» (v. 19). Esto significa que, mientras está pasando una cosa, algo más está  sucediendo en forma paralela. Mientras un grupo de hermanos se desgasta  discutiendo cosas secundarias de la fe, por otro lado, el Señor está obrando  soberanamente. De ahí la importancia de estudiar lo que aconteció en Antioquía.

«…los  que habían sido esparcidos por causa de la persecución que hubo por causa de  Esteban» comenzaron a predicar el evangelio en cada lugar donde iban, aunque al  principio solo predicaban a los judíos. Pero luego, «unos varones» –  cuyos nombres no se mencionan – cuando entraron en Antioquía, hablaron  también a los griegos… y la mano del Señor estaba con ellos, y gran número  creyó y se convirtió al Señor».

Miremos  esto con atención: no aparecen los nombres de los que predicaron a los  gentiles. Solo son hermanos. Pero, ¿qué característica tenían? Eran varones  llenos de la palabra de Dios. Ellos habían atesorado esa palabra preciosa de  Cristo, que en el principio abundaba en la iglesia en Jerusalén, y ahora,  aunque iban huyendo de la persecución, no  temieron proclamarla. Ellos no iban exhibiendo su dolor, sino aprovechando las  circunstancias que soberanamente el Señor preparaba.

Algunos  fueron más «cuidadosos». Primero se aseguraban que los oyentes fuesen judíos.  Pero, gracias al Señor, hubo creyentes sensibles al Espíritu Santo, el cual no  tuvo problema en convencer a estos hombres y mujeres gentiles, que les oían  hablar el glorioso evangelio de nuestro Señor Jesucristo.

La mano del Señor

Durante  años, ellos oyeron la palabra y la fueron atesorando. No fueron simples oidores  de mensajes. El Señor aquí no usó apóstoles, sino hermanos sencillos, porque él  quiere usar su cuerpo, la iglesia, hermanos y hermanas que lleven la palabra  con efectividad. Esto es un principio divino en el Nuevo Testamento: «los  santos haciendo la obra del ministerio» (Efesios 4: 12).

Que  el Señor use a alguien que tiene un ministerio muy bien definido, con muchos  dones, no es novedad. Se espera que éstos lo hagan bien y con mucho fruto  (aunque no siempre es así). Gracias al Señor por ellos, pero en Antioquía vemos  que el Señor se agradó de estos «hombres anónimos».

«Y  la mano del Señor estaba con ellos». Los movimientos en la tierra estaban  respaldados por el Señor desde el cielo. El cielo y la tierra estaban  perfectamente conectados en ese momento. Amados hermanos, ¿será posible  recuperar esto? ¿Qué tiene que ocurrir para que esto vuelva a acontecer? Tan  simple como que cada uno de nosotros atesore la palabra del Señor. Porque  cuando está Cristo viviendo y pasando a través de alguien en beneficio de  otros, es inevitable que haya fruto.

Si  las personas solo nos oyen a nosotros, y no a Cristo, no habrá fruto. Pero  ellos, por varios años, habían perseverado en la palabra que oyeron, en la  comunión unos con otros, en la participación de la mesa del Señor y en las oraciones  que hicieron juntos como iglesia, eso era su vida (Hch. 2:42). Notemos que la  persecución no fue tema de comentario; ellos no podían dejar de decir lo que  habían visto y oído, sin importar el desprecio de los hombres. Conocían al  Señor, él era su vida dentro de ellos. Por eso, hubo resultados favorables, y  el Señor les mostró su agrado.

Hermanos,  ¡qué precioso es esto! ¡Cómo es glorificado del Señor en estas pocas palabras y  cómo el propósito del Señor se cumplió en estos sencillos hermanos!

Bernabé

«Llegó  la noticia de estas cosas a la iglesia que estaba en Jerusalén y enviaron a  Bernabé para que fuese hasta Antioquía». Éste, cuando llegó, vio la gracia de  Dios: «Aquí está la gracia del Señor, aquí está obrando el Señor, se ve al  Señor aquí», y eso le produjo un regocijo muy grande. Dios había obrado en este  hombre, pues, si él hubiese comenzado a examinar el origen étnico, si eran  judíos o gentiles los nuevos conversos, habría tenido grandes problemas. Pero  él vio una sola cosa: reconoció la obra del Señor en ellos, se regocijó y  exhortó a todos a que, con propósito de corazón, permaneciesen fieles al Señor.

Bernabé  no fue allí para apropiarse de la obra. Él dijo: «Dios les trajo aquí, Dios ha  obrado en ustedes; él les respaldó, ustedes se deben al Señor, por tanto  permanezcan fieles a él». En el verso 24, el Espíritu Santo habla  favorablemente de su siervo diciendo: «porque era varón bueno, lleno del  Espíritu Santo y de fe». Cuando hablaron aquellos varones de Chipre y  Cirene, «…un gran número creyó y se convirtió al Señor», ahora, tras la  intervención de Bernabé, hay un nuevo progreso: «…una gran multitud fue  agregada al Señor».

Varón bueno

¡Cuán  precioso es ver al Señor obrando! Y pudo hacerlo, pues no halló en ellos  obstáculo, sino un pueblo bien dispuesto y a siervos sensibles al testimonio  del Espíritu Santo. Así el Señor mostró su agrado en Antioquía.

¿Por  qué se dice que Bernabé era «varón bueno»? En Hechos 4: 35 se registra  la respuesta de Bernabé a una necesidad presente en la iglesia. Allí se dice  que «le pusieron por sobrenombre Bernabé, es decir, hijo de  consolación».  Muchos vendieron sus  propiedades y trajeron sus ofrendas a los pies de los apóstoles, pero el  Espíritu permite que su nombre sea destacado aquí. Bernabé está entre aquellos  que, cuando hubo que renunciar, renunció, cuando hubo que tomar una decisión  difícil, la tomó. Renunció a sus riquezas terrenales y, de aquel día en  adelante, toda su riqueza en esta vida era el Señor. Era un varón bueno, un  varón de decisión firme. Él fue testigo de todo cuanto sucedió con Esteban;  debe haber sufrido también por las persecuciones iniciadas por el joven Saulo.

En  Hechos 9:26, cuando Saulo, ya convertido, «llegó a Jerusalén, trataba de  juntarse con los discípulos, pero todos le tenían miedo…». La experiencia  de Saulo con el Señor había sido auténtica, pero el estigma de perseguidor aún  estaba fresco entre los hermanos. Fue una experiencia dura para Saulo. «Entonces  Bernabé, tomándole, lo trajo a los apóstoles». Aquí aparece el «hijo de  consolación», que se percata del rechazo y acude en su ayuda. Bernabé, un varón  bueno, no se dejó llevar por los rumores; se informó correctamente y halló, en  el otrora perseguidor, a un verdadero hermano. Luego, ante las circunstancias,  Saulo fue enviado por los hermanos a Tarso, pero Bernabé registró esta  información. De alguna manera sus corazones quedaron ligados.

Agregados al Señor  

En el capítulo 11, después que Bernabé se  regocijó al ver la gracia de Dios, «una multitud fue agregada al Señor».  Esto es muy significativo. No dice que se agregaron «a la iglesia». ¡Qué  claridad había en los hermanos que predicaban! Ellos decían: «Recibe al Señor,  entrega tu vida a él, conviértete al Señor. Ahora él morará dentro de ti. Tú  serás parte de Cristo, un pámpano unido a la Vid; ahora tú estás en él y él en  ti. Tu vida le pertenece al Señor; él es tu Salvador, es tu dueño».

Hermanos,  con qué facilidad hoy muchos creyentes se unen a una determinada  «organización». Tal es la distorsión de nuestros días. Volvamos  al comienzo: cada persona que se convierte,  desde el primer día debe saber que su vida le pertenece al Señor. Que aprendan  a depender del Señor, pues aquel que murió por ellos en la cruz es el mismo que  vive intercediendo por ellos ante el Padre, y el mismo que, por el Espíritu  Santo, mora dentro de ellos.

Esa  unidad vital con el Señor se debe aprender desde el principio y nunca se debe  perder. Además, es por causa del Señor que tenemos comunión, y seguimos  alimentándonos de él, de su palabra. Qué precioso es que cada hermano tenga  plena conciencia de que él, ahora es «del Señor». ¡Qué maravillosa realidad,  una multitud agregada al Señor!

Buscando a Saulo

«Después  fue Bernabé a Tarso para buscar a Saulo y hallándole, le trajo a Antioquía» (v. 25). Estas breves  palabras concentran una abundante información, tal es el admirable lenguaje del  Espíritu Santo.

Bernabé  debe haber clamado: «Señor, ¿qué vamos  a  hacer ahora? ¿Cómo vamos a ayudar a esta naciente iglesia? Muchos nuevos  convertidos se están agregando; necesitamos ayuda. Señor, ¿qué quieres que  haga?».

Una opción era regresar a Jerusalén. Pero Bernabé era un varón lleno del Espíritu Santo, y éste no le indicó que  regresara a Jerusalén. Es muy posible que Bernabé haya sufrido con el legalismo  judaizante de querer circuncidar a los nuevos conversos de entre los gentiles y  aplicarles la ley de Moisés. Tenía muy claro el evangelio, había atesorado la  palabra de Cristo sin mezcla, había aprendido a perseverar en la doctrina  original apostólica, la misma que crecía y se multiplicaba en Jerusalén (Hech.  4:31, 33; 5:42; 6:7).

Por tanto, él pudo percibir el riesgo de volver en ese momento a Jerusalén. Allá  estaban discutiendo si los gentiles debían o no ser admitidos; la mentalidad  religiosa estaba paralizando a la iglesia. Entonces emprende el largo camino;  tal vez días o semanas. Podemos imaginar sus pensamientos por el camino: «¿Cómo  estará Saulo? ¿Estará dispuesto a venir conmigo? Señor, prepara su corazón».

Por  otro lado, podemos imaginar a Saulo, también orando, esperando en el Señor, no  apresurándose, disponiendo el corazón, tal vez recordando al varón bueno que le  consoló en Jerusalén. Saulo había visto la visión celestial camino a Damasco,  esa  visión le transformó la vida: el  Señor Jesús estaba vivo, resucitado de entre los muertos y era la cabeza del  cuerpo que es la iglesia. Meditaba en estas cosas y esperaba en el Señor.

¿Podemos  imaginar el encuentro entre ellos? ¿Habrán corrido a abrazarse y llorar juntos?  Imaginemos a Saulo llorando o disfrutando absorto, al oír el testimonio de lo  que Dios estaba haciendo con los gentiles en Antioquía, de cómo había usado a  aquellos varones anónimos que testificaron en medio de las persecuciones y  ellos se convirtieron. «Vamos, debes venir conmigo, el Señor me ha enviado a  buscarte». Y regresaron juntos a Antioquía. Sin duda este fue un alegre viaje  de retorno, lleno de expectativas.

Enseñando a muchos

«Y  se congregaron allí todo un año con la iglesia, y enseñaron a mucha gente, y a  los discípulos se les llamó cristianos por primera vez en Antioquía» (Hech. 11:26). ¿Qué enseñaría Saulo? «Yo vi al Señor, él me salió al encuentro, él derribó mi  tradición. Todas mis justicias se acabaron aquel día; conocí el camino más  excelente: Cristo revelado en mi corazón».

Cristo  fue compartido, el Cristo glorioso, resucitado, formado en las personas;  Cristo, cabeza del cuerpo que es la iglesia, esa visión a la cual él no fue  rebelde. De esto hablaron y enseñaron todo un año a mucha gente, ambos con  Bernabé, compartiendo el ministerio hasta que Cristo fuese formado en los  creyentes. ¡Qué días preciosos en Antioquía!

«… y se les llamó cristianos…». Ellos no se pusieron nombre a sí mismos.  Pero los habitantes de la ciudad observaron su vida, oyeron su testimonio y vieron  que ellos hablaban de Cristo, cantaban de Cristo, y entonces les llamaron cristianos,  gente de Cristo. Para nosotros es interesante, aunque ellos hubiesen asignado  este nombre en un sentido peyorativo, la realidad es que todo cuanto era  expresado por ellos era un aroma a Cristo.

Y,  a propósito de «aroma», veamos Cantares 8:14: «Apresúrate, amado mío, y sé  semejante al corzo o al cervatillo sobre la montaña de los aromas». ¿Quién  es el amado, sino el Señor? ¿A quién esperamos y rogamos que se apresure, sino  a nuestro amado Señor Jesucristo? Antioquía vino a ser como «el monte de los  aromas».

Nosotros también

Que  así sea también con nosotros; que se pueda percibir en nuestro medio, en  nuestra ciudad y país, en el mundo entero, el grato olor de vida, el aroma a  Cristo. Se puede ser una Antioquía hoy, sin importar el lugar donde nos  encontremos, con tal que Cristo sea vivido y expresado, que atesoremos la  palabra, y que no sea un mero conocimiento mental, sino más bien que ella  produzca en nosotros un clamor: «Señor, si los primeros cristianos fueron así,  ayúdanos también a nosotros. ¿Por qué no nosotros?».

Reaccionemos  clamando: «¿Señor, por qué vamos a vivir una tibieza, si lo que tú quieres es  un fuego encendido? ¿Por qué vamos a ser una iglesia débil, si somos casa de  Dios, columna y baluarte de la verdad, y puerta del cielo?». Finalmente, esto  depende de cada uno de nosotros, de nuestra obediencia, de que agrademos el  corazón del Señor. Entonces nos acontecerá lo mismo que pasó en Antioquía.

Ministrando al Señor

«Había  en la iglesia que estaba en Antioquía profetas y maestros» (13:1). No un  solo líder solitario, sino un equipo de siervos, un ministerio corporativo.  Estos son principios divinos, y el Señor respalda lo que está de acuerdo con su  propósito. Dios dirá: «Esto es mío», y avanzará con ellos. Pero lo que no es  suyo, aunque avance por un tiempo, pronto decaerá y desaparecerá. Cuando el  Señor se agrada, entonces la obra avanza. No hay comparación posible entre la  obra de Dios y la obra del hombre.

Volvamos  al principio de los profetas y maestros. Aparte de Bernabé y Saulo, son  mencionados un Simón, un Lucio de Cirene y Manaén. Sus nombres no aparecen en  el resto del Nuevo Testamento. Esto significa que no eran «grandes hombres»,  sino siervos comunes, hombres bien dispuestos para servir y buscar el rostro  del Señor. Eran hombres pequeños, no grandes en sí mismos… ¡pero cómo les usó  el Señor!

«Ministrando  estos al Señor y ayunando, dijo el Espíritu Santo apartadme a Bernabé y a Saulo  para la obra a que los he llamado». El Señor nos ilumine acerca de este  pasaje. Esto ocurre en una iglesia que tiene un aroma a Cristo, una iglesia que  nació por obra del Espíritu Santo. La mano del Señor estaba allí; el cielo y la  tierra llegaron a estar en comunicación directa.

Estos  hombres, responsables de la obra, eran profetas y maestros (ambos son  ministerios de la palabra), que además supervisaban y pastoreaban a los santos.  Estos cinco siervos se repartían el trabajo. No se señala jerarquía alguna  entre ellos, eran consiervos que compartían la carga de la obra. Ellos  ministraban al Señor en cuanto al servicio público con toda la iglesia, pero  también ministraban al Señor en la intimidad. Ellos ayunaban, lo cual implica  una dedicación permanente, un oído atento. Preocupados por vivir la palabra,  por poner en práctica las enseñanzas, buscaban de cerca la voluntad del Señor  para sus vidas y para la iglesia. Su deseo más íntimo era agradar el corazón  del Señor. De seguro, oraban así: «Señor, ya la iglesia está funcionando, hay  hermanos sirviendo, se siguen convirtiendo personas. ¿Qué haremos?».

En  ese marco aparece esta bendita expresión: «Dijo el Espíritu Santo». ¡Qué  hermoso es esto! Significa que en ese momento, los acuerdos tomados en la  tierra estaban en absoluta concordancia con el trono de Dios. ¿No es esto  maravilloso? ¿Será posible volver a Hechos 13? ¡Cuánto lo necesitamos!  Llenémonos de fe. ¿Qué hay que hacer? Hay que ministrar al Señor, buscar su  rostro, preocuparse de él mismo, buscarle ávidamente. Hay que estar de acuerdo  y sumisos ante el trono del Señor.

La  iglesia en Jerusalén poseía aquello en el principio, pero poco a poco lo  descuidó. Sin embargo, el Señor estaba  preparando algo que ellos nunca imaginaron: tenía una Antioquía en su corazón.  Allí fue posible vivir la palabra; los hermanos hablaron de las riquezas de  Cristo, de su persona y obra. Cristo fue predicado y el mundo no pudo negar que  Cristo estaba morando en ellos.

Huyendo de la deformidad

En  nuestra deformidad, nos hemos acostumbrado a orar sin respuesta, a funcionar de  manera administrativa, por decir así. Primero decidimos y luego esperamos que  el Señor nos ayude. A menudo nos conformamos con que alguien reciba la palabra  y empiece a reunirse con nosotros. No estemos conformes con que alguien  simplemente venga a una reunión; no descansemos hasta que Cristo sea formado,  hasta que el nuevo creyente sepa que está en Cristo y que Cristo está en  nosotros.

Tenemos  mucho por qué orar. La palabra tiene que hacerse vida, la sangre del Cordero ya  trató con nuestros pecados. Ahora es necesario que la cruz termine con nosotros  mismos, y que Cristo se vea, formado, viviendo y expresándose a través de  nosotros.

Una  de las desgracias del cristianismo hoy es que nos hemos acostumbrado a ser  asistentes a «reuniones lindas». Debemos reaccionar, volver a tocar la esencia,  la realidad, que es Cristo mismo. La vida cristiana es vivir a Cristo. Que él  sea formado en nosotros; que, cuando la gente se encuentre con nosotros, se  encuentre con Cristo, y no con nosotros. Deben surgir nuevas ‘Antioquías’. Que  el Señor no halle obstáculos para pasar a través de nosotros y enviar a sus  siervos adonde él quiera.

Saliendo para bendecir

«Ellos,  entonces, (salieron) enviados por el Espíritu Santo». Lo que  Jerusalén no logró cumplir pues se quedaron enredados en sus formas y  tradiciones, el Señor lo consiguió con Antioquía, y partiendo de allí, esa  bendita obra, esa palabra que vivifica, llegó hasta nosotros, ¡hasta lo último  de la tierra!

Síntesis  de un mensaje impartido en Santa Clara, Cuba, en marzo de 2013.