Porque sabéis que no con cosas perecederas, como oro o plata, fuisteis rescatados de la forma de vida vacía que os fue transmitida por vuestros antepasados, sino con la sangre preciosa de Cristo, cordero sin mancha ni defecto”.
– 1 Ped. 1:18-19.
Si hay una cosa más clara que otra en los sacrificios levíticos, es la sustitución del inocente por el culpable; y es bajo este aspecto que debemos considerar la muerte de nuestro Redentor.
En este sentido él se entregó por nosotros. Y esta es la razón por la que el Apóstol pone tanto énfasis en la preciosidad del sacrificio. Cualquier cosa menos que la sangre más valiosa no habría servido; porque no debía ser simplemente la sangre de un sufriente individual, sino de Uno que podía sufrir por una raza de pecadores.
La sangre de Cristo era preciosa por la dignidad de su naturaleza y por su carácter perfecto. “Sin mancha”, es decir, sin pecado personal. “Sin mancha”, es decir, no contaminado por el contacto con pecadores. Semejante al cordero en mansedumbre, dulzura, pureza y sufrimiento sin queja. Y así fue adecuado para la obra de limpiar el terrible agregado del pecado.
¡Oh, sangre preciosa! ¡Oh, sagrado corazón de Jesús, del que brotó, santo, amoroso, tierno, quebrantado por el dolor! ¡Oh, blancura nívea de las vestiduras lavadas en esa fuente, y más puras que la nieve!
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