Y [Moisés] tomó el libro de la alianza y leyó a oídos del pueblo; y ellos dijeron: Haremos todo lo que Jehová ha dicho”.
– Éxodo 24:7.
La lujuria es la inclinación natural desbocada, que se sobrepone a toda restricción y afirma su propia voluntad imperiosa. Cuando aún estamos en las tinieblas de la naturaleza, sin ser iluminados por la gracia de Dios, estos deseos nos modelan. Bajo su contacto somos moldeados o formados, como la arcilla por la mano del alfarero. Ignorantes de lo abominable del pecado, de sus desastrosos resultados, de su insidioso crecimiento, cedemos a él hasta que se convierte en nuestro tirano y nuestra ruina. ¡Oh, el horror de despertar, si viéramos las profundidades de este terrible precipicio que desciende bajo nosotros hacia el infierno!
Cuando ya no nos conformamos a los deseos anteriores, sino a la voluntad de Dios, eso es obediencia. Es imposible exagerar la importancia de esta verdad. La obediencia no es santidad; la santidad es la posesión del alma por Dios. Pero la santidad siempre lleva a la obediencia. Y cada vez que obedecemos, recibimos en nuestra naturaleza un poco más de la naturaleza divina.
“Si en verdad obedecéis mi voz, me seréis una nación santa”. Haced, pues, lo que sea justo hacer. Abandonad todo lo que comienza y termina con el yo. No os contentéis con orar y desear, sino HACED. Y así vendrá sobre vuestro rostro y vida más semejanza al Padre de vuestros espíritus; y seréis santos.
Cuán pocos cristianos parecen darse cuenta de que la obediencia en las pequeñeces, en todas las cosas a la voluntad y a la ley de Jesús, es la condición indispensable de la vida, del gozo y del poder. El alma obediente es el alma santa, penetrada y llena de la presencia de Dios, y toda resplandeciente de luz y de amor.
Querido cristiano, decídete desde este momento a vivir a la altura del margen de tu luz. Que éste sea tu lema: “Haremos todo lo que el Señor ha dicho, y seremos obedientes”.
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