Y dije: ¡Quién me diese alas como de paloma! Volaría yo, y descansaría. Ciertamente huiría lejos; moraría en el desierto. Me apresuraría a escapar del viento borrascoso, de la tempestad”.
– Salmo 55:6-8.
En cierta ocasión, sufriendo el rey David una intensa persecución por parte de sus enemigos y con pocas posibilidades de sobrevivir, recibió un consejo de parte de los hombres que le acompañaban: “¡Escapa… huye!”.
Ellos, sin duda, tenían mucho miedo y estaban seguros de no poder resistir el ataque enemigo. Pero David era muy fuerte espiritualmente. Su confianza en Dios era toda una fortaleza; por eso les respondió con autoridad: “En Jehová he confiado; ¡Como decís a mi alma que escape al monte cual ave?” (Sal. 11:1).
Los días pasaron, los años transcurrieron, y David siguió enfrentado crueles persecuciones, que nunca se apartaron de su vida. En una de esas ocasiones, su propio hijo Absalón lo perseguía para matarlo. Entonces David expresó: “¡Quién me diese alas como de paloma! Volaría yo, y descansaría. Ciertamente huiría lejos…”.
A veces suceden cosas que nos causan temor, desaliento, y decimos: “¡Ya no más! ¡Hasta aquí! ¡No quiero seguir”. Sentimos deseos de dejarlo todo, de salir corriendo. Esto les sucede a millones de personas todos los días, pero, ¿es aceptable que esa sea la experiencia de un hijo de Dios? ¿No es acaso sinónimo de debilidad, de falta de fe, de inmadurez espiritual, de decadencia? Eso piensan muchas personas (yo también lo he pensado muchas veces).
Pero Dios conoce nuestros momentos de debilidad, así como los de del rey David, y en esos casos siempre nos ayuda. Dios sabe que somos polvo, que algunas veces nos sentimos invencibles y otras veces nos llenamos de temores, que nos cansamos y a veces queremos huir, dejar nuestras responsabilidades, abandonar el campo de batalla, retirarnos a descansar. Dios sabe que a veces tenemos miedo, y nos exhorta a que confiemos siempre en él. Pero si eso fallara… ¡aun así Él nos socorrerá!
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