Dijo Faraón a Jacob: ¿Cuántos son los días de los años de tu vida? Y Jacob respondió… son ciento treinta años; pocos y malos han sido los días de los años de mi vida, y no han llegado a los días de los años de la vida de mis padres en los días de su peregrinación. Y Jacob bendijo a Faraón, y salió de la presencia de Faraón”.
– Génesis 47:8-10.
La vida de Jacob no fue de ninguna manera fácil, sencilla ni placentera. Estuvo marcada desde sus inicios por la confrontación, los engaños y el dolor. Gran parte de esas condiciones fueron labradas por él mismo, por su carácter y temperamento, pero también una gran parte fue producto de causas ajenas a él mismo. Jacob engañó y fue engañado; él hizo trampas y a él también se las hicieron; él hizo llorar, pero a él también le hicieron derramar amargas lágrimas y beber hasta su último sorbo de la copa del sufrimiento.
Siendo ya anciano, vio cómo el hambre golpeaba las puertas de su casa y se instalaba en los atrios de su propia vida, de su familia y de la nación que Dios había prometido darle. Empobrecido, en amargura, lleno de dolor, con hambre, llegó a presentarse ante el Faraón de Egipto. La opulencia frente a la escasez, la vida llena de placeres frente a la vida que solo acumulaba sufrimientos, la riqueza frente a la pobreza, el ostentoso traje de un rey frente a los harapos de un anciano que venía cansado de un largo viaje.
“¿Cuántos años tienes?”, le preguntó Faraón. “No tantos, a pesar de que me veas en estas condiciones”, contestó Jacob. “No tantos como aparento. Pero es que han sido muy malos, la vida ha sido muy dura para mí”.
Luego le dijo antes de despedirse: “Pero aunque mi vida está en bancarrota, aunque huyo de una hambruna, aunque no tengo fuerzas, aunque me duele mucho el alma, aún tengo fuerzas para hacer algo”. Y levantado su mano en alto, Jacob le dijo con solemne autoridad: “Faraón, ¡Dios te bendiga!”. Y esa bendición valía mucho más que la suma de todos los tesoros de Egipto.
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