Cambio de domicilio
Un banco de Bringhamton (Nueva York) envió un ramo de flores a un banco de la competencia con motivo de la inauguración de sus nuevas instalaciones. Por error, la tarjeta que acompañaba las flores decía: «Nuestras más sinceras condolencias».
Poco después, la florista que había cometido el error llamó al banco para ofrecer sus disculpas. Lo que más le preocupaba, agregó la muchacha, era que el otro ramo, enviado a un funeral, levaba el saludo destinado originalmente al banco: «Felicitaciones por su nuevo domicilio».
Para el cristiano, morir es como mudarse a una vivienda mejor. Estar con Jesús en un lugar hermoso, dejar atrás pesares y dolores y reencontrarse con sus seres queridos. Debe ser causa de esperanza, no de temor. Así pues, al creyente que fallece podemos sin duda felicitarlo por su cambio de domicilio.
El extremo equivocado
Un día terriblemente frío, un hombre atravesaba un río cubierto de hielo. De improviso, el hielo se rompió y él cayó dentro del agua. Su amigo que lo acompañaba, acudió en su auxilio extendiéndole una tabla que encontró a la mano para que, asiéndose de ella pudiera escapar; pero el extremo que debía coger estaba cubierto de hielo, así que no le era posible asirse de ella. Al fin, después de varios esfuerzos inútiles, exclamó: «Por amor de Dios, hombre, extiéndeme el otro extremo de la tabla.» Me temo que muchos de nuestros esfuerzos por la salvación de las almas se estén haciendo con el extremo de la tabla que está cubierto de hielo.
Citado en La pasión por las Almas, de Edwin Forrest Hallenbeck
La recompensa del rey
Se dice que uno de los emperadores rusos solía disfrazarse de vagabundo y salir así de noche entre sus súbditos. Una noche, después de ser rechazado en muchas casas, al fin encontró refugio en la miserable cama de un peón, y descansaba esa noche en una payasa de paja, comiendo del escaso pan duro del pobre trabajador. Al día siguiente volvió con su escolta real y se detuvo frente a la puerta del trabajador. El pobre hombre creía que su fin había llegado, pero con gran asombro vio que su soberano entró en su casa, le tomó de la mano agradeciéndole su bondad de la noche anterior y le colmó de recompensas y honores.
Así, algún día nuestro Rey volverá en gloria y majestad, y ante su gloria se deslumbrará el sol y las estrellas. Felices seremos en aquel día si el que está sentado en el trono nos ve y extiende su mano en bienvenida, colocándonos a su lado en el trono, diciendo: «Fui forastero y me recogisteis; venid, benditos de mi padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo».
A.B. Simpson, Mateo